La mañana amaneció clara, aunque una gaviota lanzó un grito extraño sobre el tejado y el reloj de la sala se detuvo un instante, como un presagio sutil de que la perfección no duraría sobre Coconut Grove, con las buganvilias en orden y el olor a pan tostado saliendo de la cocina; había nervios en el aire, pero eran nervios buenos, de esos que tiemblan por promesa y no por miedo. En el salón, la mesa estaba puesta con platos sencillos, dos botellas de champán esperaban en una cubitera y un mantel de lino hacía parecer que la casa siempre hubiera sido un lugar para celebrar.
El juez llegó a las diez y cinco, con una carpeta bajo el brazo y una discreción que se agradecía; saludó en voz baja, comentó el calor que ya apretaba, pidió firmar donde correspondía y preguntó si tenían testigos.
Los tenían.
Margot, con un vestido marfil que hacía juego con su sonrisa firme, Isabela de azul, Enzo de traje oscuro cuidando la puerta con naturalidad, Gianluca serio pero contento, Gino Baggio con un