Mundo ficciónIniciar sesiónEl reloj del bar apenas había marcado las cuatro de la tarde cuando Savannah colgó el delantal, cansada pero con una pequeña sonrisa en el rostro. Ese día no tenía que trabajar, era su día de descanso, pero como debía pagar el alquiler atrasado, no tuvo más opción que ir temprano a hacer toda la limpieza. Lo único bueno era que saldría temprano y tendría tiempo de jugar con su pequeño una vez que estuvieran en el apartamento.
Lo vio mientras caminaba hacia él y sonrió grande y feliz, una sonrisa que era solo para él y que no fingía en lo absoluto. Afuera, en la acera frente al local, Mateo la esperaba, sentado en un banquito azul que ella misma había comprado en la tienda de segunda mano que quedaba a pocas calles y la hacía cargar con ella siempre que lo llevaba al bar cuando debía limpiar. El niño, de apenas seis años, movía las piernas con impaciencia, sosteniendo entre sus manos un cuaderno de dibujo que descansaba sobre sus rodillas. —¡Mami! —corrió hacia ella en cuanto la vio salir. Savannah apenas tuvo tiempo de abrir los brazos cuando su hijo se lanzó sobre ella como un torbellino. El abrazo fue fuerte, casi desesperado, como si hubieran pasado mil horas si hacía apenas unos minutos la señora que lo cuidaba lo había dejado ahí y necesitara todo el afecto del mundo. Ella lo alzó con esfuerzo, girándolo en el aire a pesar del dolor en la espalda por tantas horas de trabajo y dándole un sonoro beso en la mejilla que lo hizo reír. —¡Me vas a tumbar, cariño! —rio, aunque la risa se mezcló con un jadeo. El niño la miró con los ojos brillantes, esos mismos ojos color miel que eran idénticos a los del hombre que había contribuido con su existencia, llenos de vida y curiosidad. —Mira lo que hice mientras te esperaba —extendió el cuaderno y le mostró un dibujo torpe, hecho con crayolas gastadas. Era un retrato de ambos, de la mano, con una casa detrás. Encima había escrito con letras grandes: “Yo y mi mamá, siempre juntos”. Savannah sintió cómo un nudo le apretaba la garganta. Se arrodilló para quedar a su altura y acarició el cabello suave de su pequeño. —Es precioso, amor. ¿Sabes qué? Lo voy a pegar en la pared, justo al lado de la cama, para que lo veamos todas las noches. El niño sonrió orgulloso, mostrando el huequito en su dentadura donde hacía poco se le había caído un diente. —¿Y si un día tenemos una casa más grande? —preguntó con la naturalidad infantil de quien sueña sin límites—. Yo dibujaría un perro, un patio y una bicicleta roja para mí. Savannah rio, pero la sonrisa le dolió. Esa inocencia la desarmaba y al mismo tiempo la hacía querer luchar con más fuerza. Su niño dibujaba lo que deseaba, aunque él nunca pedía más que crayolas y cuadernos de dibujo. —Claro que sí, mi amor. Algún día tendremos todo eso, te lo prometo. Savannah levantó el banquito y caminaron juntos de la mano hasta su pequeño apartamento, en un barrio donde las luces de neón de los bares y los ruidos de la ciudad nunca callaban. Mateo iba saltando a su lado, contándole anécdotas del colegio, como había ganado en las carreras de recreo y que la señorita Laura le había dicho que leía mejor que muchos de sus compañeros. Ya en casa, mientras ella calentaba un poco de sopa, él se sentó en la mesa y empezó a recortar pedacitos de papel para hacer figuritas. —Mamá, ¿tú sabes qué quiero ser de grande? —preguntó de repente, con el ceño fruncido como si lo hubiera meditado por mucho rato. —A ver, sorpréndeme. —Quiero ser doctor, así no tendrías que preocuparte cuando alguien se enferme. Yo los curaría a todos. Savannah dejó caer la cuchara dentro de la olla y lo miró fijamente con el corazón apretado y las lágrimas al borde de sus ojos. Mateo hablaba con tanta seriedad que parecía un adulto atrapado en un cuerpo pequeño. —Amor, no sabes lo orgullosa que me haces sentir —se inclinó hacia él y besó su frente—. Pero, por ahora, lo único que quiero es que sigas siendo mi niño feliz. Mateo soltó una risita y la abrazó fuerte por la cintura, cerrando los ojos ante la caricia que su madre le dio en su cabello. —Mientras tú estés, siempre seré feliz. No necesito más. Aquellas palabras sí que la hicieron llorar, no de dolor ni de tristeza, sino de felicidad y emoción. Su pequeño era un hombrecito que se estaba creciendo y la hacía sentir orgullosa. Podría faltarle muchas cosas materiales, tener una mejor vivienda y ropa de marca, pero le sobraban valores, mismos que a ella le habían inculcado de pequeña y hoy le enseñaba a su hijo. —Te amo mucho —le susurró, dejando un beso en su frente. —Yo mucho más, mami. Hasta el cielo. Savannah sonrió, sintiéndose feliz, y sirvió la sopa. La comida era escasa y muchos días debían comer lo mismo, pero nada de eso importaba. Mientras su hijo estuviera ahí, dándole esas sonrisas hermosas y viendo sus bonitos ojos mirarla con adoración y como su todo, ella no necesitaba de nada más. La cena fue entre risas y cuentos que los tenían riendo, y cuando terminaron de comer y Savannah se quedó limpiando la cocina mientras su pequeño tomaba un baño antes de dormir. Fue a la habitación y lo ayudó a terminar de vestirse, le dio su medicina y lo abrigó muy bien del cuello hacia abajo antes de dejar un beso en su frente al verlo cerrar los ojos, cansado del día que había tenido. Ya en la cama, ella acostada a su lado acariciando su cabello en espera que se durmiera, él volvió a hablar en voz bajita, medio adormilado. —Mamá... pase lo que pase… ¿siempre vamos a estar juntos? Savannah tragó saliva, controlando el temblor en su voz. —Siempre, mi vida. Nada ni nadie nos va a separar. —Perfecto —cerró los ojos, con una sonrisa cansada—. Buenas noches, mami. —Descansa, mi cielo. Lo besó en la frente y se quedó un largo rato mirándolo dormir, con la certeza de que ese niño era su razón de existir, su fortaleza, su motor, pero también era su mayor miedo.






