Savannah sintió que sus rodillas flaqueaban en cuanto aquellas palabras se estrellaron contra sus oídos. El aire se le atascó en la garganta, y el sobre con el dinero, ese sobre que hasta hacía unos minutos había representado esperanza, de pronto le pareció un mal chiste cruel, un papel vacío frente a la magnitud de lo que Massimo le estaba exigiendo, no pidiendo.
—¿Q-Qué? —balbuceó, retrocediendo un paso, incapaz de creer lo que había escuchado.
Massimo la siguió con la mirada, como un depredador que no necesitaba moverse para hacer temblar a su presa. Su sonrisa seguía ahí, torcida, segura, desafiante, como si ya supiera que ella no tendría escapatoria.
Y es que no la tenía, pero esa terquedad y orgullo le atraían como nunca. Por más vencida que estuviera, mantenía la cabeza en alto.
—Lo que oíste, Sav. No es tan complicado. Tú quieres salvar a tu hijo, yo quiero algo que solo tú puedes darme.
Ella tragó saliva con dificultad. Su corazón latía como un tambor, golpeando sus costillas