Apenas tuvo una semana para decirle adiós a su vida en Chile.
Ahora se encontraba bajando del avión, sintiendo el aire frío y húmedo de aquel país que abandonó en su peor momento.
A su lado, su hijo saltaba emocionado, completamente ajeno a la tensión que la embargaba. Para él, Londres era un lugar de anhelos, de sueños. Su madre no había parado de contarle historias al respecto, todas bonitas, todas agradables, porque su hijo no merecía saber la crueldad que la había hecho alejarse de sus raíces.
—¡Mami, mira! ¡Llegamos! —gritaba, diciéndole lo obvio. Habían llegado, sí—. ¿Cuándo iremos a visitar el castillo gigante y los soldados que usan gorros de pelo?
—Pronto, amor —intentó sonreír, pero el gesto no le llegó del todo a los ojos.
—¿Estás triste, mami?
—No —sacudió la cabeza, pero eso no impidió que su hijo sacara sus propias conclusiones.
—¿Es por mi hermanito?
—Es por… —su voz se quebró, sin poder controlarlo—. Sí, regresar es recordar que tu hermanito ya no está con nosot