El teléfono de Isabella vibraba sin parar en su mano, aumentando la ansiedad y taquicardia que estaba sintiendo.
Siempre supo que Alejandro se molestaría cuando se diera cuenta de que lo había drogado, más nunca imaginó que llegaría a un punto tan vengativo.
Ahora la casa, que siempre había sido su refugio, estaba blindada: cortinas cerradas, puertas con cadena, el jardinero convertido en un vigilante improvisado para ahuyentar a los periodistas que acampaban en la verja.
Cada notificación que recibia era una puñalada: mensajes de "amigas" que juraban lealtad pero no podían ocultar el morbo, llamadas de abogados que hablaban de "pruebas irrefutables" y "pena máxima por agresión sexual con agravantes".
¿Cómo había llegado a esto?
Ella, Isabella Quintero, la hija perfecta, envidiada por todos por su impecable sentido de la moda, la que siempre ganaba, ahora estaba reducida a una simple delincuente. Porque eso era lo que decían los periódicos sobre su persona.
Aún así, int