—No. Tengo más —respondió sin dudar, con un deseo enorme de callarle la boca y demostrarle que tenía más fuerza de la que él creía—. Pero no voy a gastar mi energía contigo, Alejandro. No vale la pena.
—¿Ah, no? ¿Y con quién la gastarás?
—Con nadie. Porque me vas a dejar libre ahora mismo —se impuso.
—Ya te lo dije. Solo pretendo cuidarlos —le repitió aquella excusa absurda que le había dicho por teléfono en la mañana.
—¡Tú no sabes lo que es cuidar! ¡Tú lo único que sabes es destruir y hacer daño! —le gritó. Cada palabra era una dura verdad, y su experiencia con él le daba la razón absoluta. Él la había destruido ya en más de un sentido, y ahora, posiblemente, quería hacer lo mismo con sus hijos.
—¿Traerte comida y mantenerte cómoda es destruir?
—No quieras hacerte el inocente, Alejandro. Sabes bien que esto no se trata de comida ni de lo grande y cómodo que pueda ser tu departamento —se dio un golpe duro en el pecho, en su corazón, en ese lugar que le dolía siempre que él estaba cer