Me hierve la sangre. Sus palabras son una cachetada a mi propio ego. Una vez más, quedo expuesta ante él y todo porque no sé controlar mis emociones.
Pero tengo que aprender a no darle más ese gusto. A mí Maximilian no me ha dado nada para que merezca ver parte de mi personalidad.
Enderezo el cuello con brusquedad y aparto su mano como si quemara.
—No confundas mi reacción, Maximilian —digo con firmeza, seca, sin vacilar—. Si tiemblo, es por la repulsión que me causas.
«Sí me repugna su trato nefasto».
Apenas pestañea, pero veo cómo se le tensa de nuevo la mandíbula. Este hombre no está acostumbrado a que alguien lo desarme con palabras. Y, al parecer, menos a que una mujer lo enfrente sin bajar la cabeza.
—Cuidado, Harriet —su tono se vuelve bajo, casi un gruñido—. Estás jugando con fuego.
—Óyeme bien —siseo, avanzo un paso obligándolo a sentir que no retrocedo—. El único fuego aquí, eres tú, que llevas toda tu maldita vida creyendo que puedes quemar a todos a tu alrededor si no se al