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El frío del suelo de concreto se filtraba a través de mi ropa. Tenía las muñecas en carne viva por las ataduras y un sabor metálico en la boca. Sangre. Mi sangre. La oscuridad era casi completa, salvo por una franja de luz que se colaba por debajo de la puerta.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que me secuestraron en el estacionamiento del hospital. Dos hombres, movimientos precisos, un pañuelo con cloroformo. Tan predecible que resultaba casi insultante. Lo último que recordé fue el rostro de uno de ellos susurrándome: "Saludos de don Julián".

Mi padre. El hombre que me había vendido como ganado y ahora me secuestraba como advertencia.

Respiré hondo, controlando el pánico que amenazaba con ahogarme. La psicóloga forense en mí analizaba la situación con frialdad clínica: habitación pequeña, probablemente un almacén o bodega, vigilancia mínima. Podía escuchar pasos ocasionales, quizás dos hombres.

"Eres la esposa de Elías Montoya", me dije a mí misma. "Eres la hija de Julián Ri
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