11

La sala de juntas del complejo Montoya se había convertido en un tribunal. Yo era juez, jurado y verdugo. Siempre lo había sido.

Observé a los cinco hombres sentados frente a mí. Mis capos de confianza. Los que habían jurado lealtad a mi padre y luego a mí. Uno de ellos era un traidor.

—Señores —dije, apoyando ambas manos sobre la mesa de caoba—. Tenemos un problema.

El silencio era denso, casi palpable. Nadie se atrevía a sostenerme la mirada excepto Rodrigo, mi mano derecha desde hacía diez años. A mi izquierda, Tomás revisaba unos documentos con aparente calma, pero podía notar la tensión en sus hombros. Los otros tres —Ernesto, Julián y Vicente— permanecían inmóviles, como si cualquier movimiento pudiera delatarlos.

—La operación en Sinaloa fue comprometida —continué—. Perdimos dos millones en mercancía y tres hombres. Alguien filtró la información.

Julián se aclaró la garganta.

—Con todo respeto, jefe, podría haber sido cualquiera. Muchos sabían de ese envío.

—No cualquiera —resp
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