La sala de juntas del complejo Montoya se había convertido en un tribunal. Yo era juez, jurado y verdugo. Siempre lo había sido.
Observé a los cinco hombres sentados frente a mí. Mis capos de confianza. Los que habían jurado lealtad a mi padre y luego a mí. Uno de ellos era un traidor.
—Señores —dije, apoyando ambas manos sobre la mesa de caoba—. Tenemos un problema.
El silencio era denso, casi palpable. Nadie se atrevía a sostenerme la mirada excepto Rodrigo, mi mano derecha desde hacía diez años. A mi izquierda, Tomás revisaba unos documentos con aparente calma, pero podía notar la tensión en sus hombros. Los otros tres —Ernesto, Julián y Vicente— permanecían inmóviles, como si cualquier movimiento pudiera delatarlos.
—La operación en Sinaloa fue comprometida —continué—. Perdimos dos millones en mercancía y tres hombres. Alguien filtró la información.
Julián se aclaró la garganta.
—Con todo respeto, jefe, podría haber sido cualquiera. Muchos sabían de ese envío.
—No cualquiera —resp