Hacía ya varios días que Malu y la pequeña May se escondían en aquel pequeño apartamento. Malú se sentía sofocada allí dentro; el olor a moho y humedad que impregnaba el aire se mezclaba con el polvo de los muebles viejos. Las paredes, descascaradas por el tiempo, eran de un gris amarillento y deprimente, y la luz que entraba por la única ventana era tenue, filtrada por cortinas agujereadas y manchadas. Por la noche, el silencio solo se rompía con los ruidos lejanos de la ciudad, haciendo el ambiente aún más opresivo.
Era un escondite sombrío, pero por ahora seguro. Además, no tenía otra opción. Todo la asustaba. Podía escuchar pasos resonando en su mente o sentir que la observaban, y eso la atormentaba incluso en sus sueños. Pero lo peor era despertar de sus pesadillas con la repugnante sensación de toques no deseados y un perfume familiar impregnado en su piel, junto a la terrible certeza de que la vigilaban. Era como una advertencia: él siempre estaba cerca. El miedo era un peso constante en su pecho. Por más que intentara escapar, él siempre la encontraba. Era un cazador implacable, un depredador al acecho. Pero hasta ahora había tenido suerte. Siempre lograba huir en el último momento, como si una fuerza mayor la protegiera. Quizá fuera su madre, desde el otro lado de la vida, velando por ella y por May. Sin embargo, por improbable que pareciera, él siempre daba con ella. Casas, hoteles baratos, refugios improvisados... no importaba dónde se escondiera, él terminaba descubriéndola. Era como estar atrapada en un juego del que nunca podría salir. Pero esta vez, algo parecía distinto. Desconfiada, Malú empezó a sospechar que podría haberle puesto un rastreador entre sus pertenencias o los de May. Decidida a cortar todo vínculo con aquel monstruo, tomó una medida drástica: lo cambió todo. Ropa, maletas, zapatos, hasta los accesorios. Dejó atrás cualquier cosa que pudiera estar comprometida. Pero lo que más le dolió fue deshacerse del reloj de oro que su padrastro, Dimitry, le había regalado en su cumpleaños número 15. Amaba a su padre y nunca creyó que su muerte fuera un simple accidente. Por eso, se prometió investigarlo algún día. Al empeñar el reloj, lloró amargamente. Era un tesoro, un símbolo del amor que Dmitry le tenía. Sin embargo, al hacerlo, sus sospechas se confirmaron: por primera vez en años, él no apareció. No hubo persecuciones. Ni amenazas. Un mes entero sin huir. El shock vino acompañado de un pensamiento horrible: *¿Cómo puso eso ahí? ¿Desde cuándo? ¿Acaso la vigilaba desde que era una niña?* La idea le provocó un asco profundo, un escalofrío que le recorrió la espalda como un toque repulsivo. Malú recordó lo que había descubierto en el pasado: cámaras ocultas en su habitación, cerca del armario y de la cama. El recuerdo la hizo estremecer. ¿Cuántas veces la había visto desnuda? ¿Cuántas veces espió sus momentos más íntimos? La náusea se mezcló con el miedo, dificultándole hasta respirar. Intentando olvidarlo, vistió a May y le besó las mejillas. En aquel apartamento claustrofóbico, una ola de desesperación y furia creció dentro de ella. El miedo siempre estaba ahí, acechando, pero ya no huiría más. Debía encontrar la manera de vencerlo. Malú miró de nuevo las paredes sucias y los muebles viejos. Era lo único que había podido conseguir con sus escasos ahorros. Besó la frente de May mientras el colchón, arrinconado en el cuarto, crujía bajo su peso. —Te lo prometo, cariño. Esto terminará —dijo, sonriéndole a la niña. La pequeña le devolvió la sonrisa, inocente, sin entender la gravedad de sus palabras. El estómago de Malú se encogió. Sabía que no podía enfrentar a Viktor sola. Necesitaba ayuda. Dinero. Protegerse a sí misma y a May. Con un suspiro, se concentró en la niña, arreglando su ropa gastada y peinando su suave cabello. Incluso en aquel lugar lúgubre, May brillaba como un rayo de esperanza, su pequeña luz. —Ahora sí, mi amor —sonrió Malú, obligándose a creer sus propias palabras—. Por fin podremos ser felices. Había entablado amistad con la dueña del lugar, una señora que la miraba con compasión mientras movía cosas en su diminuta cocina. —Estoy buscando trabajo —dijo Malú, vacilante—. No tengo título, pero acepto lo que sea. Limpieza, servicio doméstico... solo necesito dinero para cuidar de mi niña. —Cariño, escuché que el hotel de aquí cerca busca camareras. Quizá puedas conseguir algo ahí. El corazón de Malú se llenó de esperanza. —¿Cree que me aceptarían? —No pierdes nada intentando. Y si lo logras, puedo ayudarte con la niña los primeros meses, hasta que encuentres a alguien que la cuide mientras trabajas. —Gracias, señora Moreira. Es muy amable. ¡Iré mañana! —dijo, renovada. —Inténtalo. Si no funciona, no te rindas. Habla directamente con el dueño. Así lo hizo Fabiana, la hija de doña Marta. Dicen que es comprensivo y bueno. Al parecer, él también salió de abajo y entiende a los pobres. ¡Algo raro hoy en día! A la mañana siguiente, Malú despertó a las seis, antes del amanecer. Se vistió con su mejor atuendo —una blusa sencilla y unos jeans desgastados— y salió en busca del empleo. El viento helado le cortaba la piel, y apretó a May contra su pecho para protegerla. El hotel era un edificio imponente de vidrio y mármol. Al llegar, se dirigió a Recursos Humanos, pero el encargado, un hombre severo de traje impecable, ni siquiera la dejó explicarse. —Imposible trabajar aquí con una niña en brazos. El corazón de Malú se hundió. Pero no se rendiría. Hablaría con el dueño, como le sugirió la señora Moreira. Le explicaría que no llevaría a May al trabajo. El tipo de RH ni siquiera la escuchó. Supo que el dueño estaría allí por la noche. Decidió insistir. A las nueve, volvió al hotel, esta vez por la entrada principal. El lujoso vestíbulo, con sus lámparas relucientes y el suelo pulido, olía a flores y madera. Esperaría al dueño allí. Pero al entrar, vio a dos hombres preguntando en la recepción. Hablaban un portugués con un marcado acento. Un escalofrío la recorrió al reconocer ese tono. "¡Rusos!" Se quedó paralizada. Los hombres, de espaldas, mostraban una foto suya a la recepcionista. Su corazón se aceleró. "Me encontró..."