Ella, aún con la niña en brazos, se escondió detrás de una pared mientras veía a los hombres mostrar su foto a la recepcionista, quien respondió con firmeza:
— Lo siento, pero no puedo dar información sobre los huéspedes del hotel. — Esta mujer no es una huésped — replicó uno de los hombres. —Creemos que vino buscando trabajo aquí. — En ese caso, solo Rony, del departamento de Recursos Humanos, podría darles esa información — respondió el empleado. Sin embargo, al mirar hacia adelante, la recepcionista divisó a Malú y, señalándole, exclamó: — ¡Miren, ahí está la chica que buscan! Al darse cuenta, Malú sintió que el pánico la paralizaba. Pensó en correr hacia la entrada principal, pero sabía que, si salía por allí, probablemente habría más hombres esperándola afuera. Así que, ajustó con fuerza a la pequeña May en sus brazos y corrió hacia la zona de servicio del hotel**, con los hombres pisándole los talones. No sabía adónde iba, pero no se detuvo. Pasó por la cocina, donde el olor de carne asada y especias intensas le llenó la nariz, y luego por la lavandería, donde el vapor de las máquinas ruidosas formaba nubes calientes. Sus perseguidores no corrían—no querían llamar demasiado la atención—, pero ella no tuvo esa precaución, avanzando a toda velocidad incluso con el peso de la niña en sus brazos. Por suerte, logró distanciarse un poco cuando ellos tropezaron con dos empleados que entraban a la lavandería empujando tres enormes carritos llenos de sábanas sucias. Aprovechando la confusión, se escondió en el almacén, su única opción en ese momento. Al entrar, el olor a cartón húmedo y productos de limpeza le quemó las fosas nasales mientras se apretujaba entre los estantes. Con el corazón latiendole como un tambor y la mente nublada por el miedo, rató de pensar qué haría ahora. Malú agradeció en silencio que la niña se mantuviera tranquila, pero sabía que la pequeña pronto tendría hambre. Tenía que salir de ese hotel lo antes posible. Sin embargo, regresar a su apartamento no era una opción: estaban al tanto de su escondite. Los pasos firmes de los rusos resonaron cerca, sus voces susurrando órdenes en tonos cortantes por el teléfono. Pero, para su alivio, pasaron de largo frente al almacén. Respiró hondo, aunque el problema seguía allí: ¿cómo evadiría a los otros que vigilaban la entrada? De pronto, la puerta del almacén se abrió. Un empleado del hotel la miró con desaprobación y, antes de que ella pudiera reaccionar, gritó lo suficientemente alto como para alertar a cualquiera que estuviera cerca: —¡Oye, tú! ¡Aquí no pueden estar personas ajenas al personal! El corazón de Malú se detuvo. Sabía que debía moverse. Con un último vistazo cauteloso, salió disparada, dejando atrás el almacén y emergiendo en el estacionamiento. El aire frío de la noche le golpeó el rostro, pero no aminoró la marcha. La pequeña May, ajena al peligro, comenzaba a adormilarse en sus brazos, los párpados cerrándose pesadamente. Era casi un milagro que no llorara con tanto traqueteo. Agachándose entre los autos, Malú escuchó los pasos de sus perseguidores acercándose. Se refugió detrás de un vehículo grande, el olor a gasolina y aceite quemado llenándole la nariz. Los rusos estaban cerca— el eco de sus zapatos contra el concreto sonaba como latidos de una cuenta regresiva. En ese momento de puro desespero, sus ojos se posaron en la insignia del auto donde se escondía. Un destello de esperanza cruzó su mirada. Con movimientos rápidos y precisos, sacó algo de su mochila —una herramienta que jamás pensó usar—. El clic del maletero abriéndose sonó como un trueno en sus oídos, pero en realidad fue apenas un susurro. Malú se encogió dentro del maletero, apretando a May contra su pecho. Por algún milagro, la niña seguía dormida, ajena al peligro. Desde su escondite, alcanzaba a oír las voces de los hombres hablando en ruso—probablemente por teléfono—, informando que la habían perdido de vista. No entendía lo que decían, pero reconocía el tono de Viktor al otro lado de la línea: frío, cortante, como un cuchillo sobre hielo. De pronto, el motor del auto rugió. El sonido la sacudió como un golpe. El suelo pareció moverse bajo ella mientras el vehículo comenzaba a avanzar. El corazón de Malú latía con tal fuerza que temió que los latidos resonaran en el estrecho espacio. El aire se volvió espeso, mezclado con el olor a cuero nuevo, grasa y gasolina. Malú sintió cómo sus músculos se tensaban instintivamente. El cuero del asiento trasero rozaba su espalda sudorosa con cada movimiento. Contuvo la respiración cuando el auto dio un bandazo y aceleró. Cada metro que se alejaba del estacionamento la sumía en una niebla de incertidumbre. ¿Adónde la llevaban? ¿Quién estaba al volante? Y lo más aterrador: ¿qué pasaría si abrían el maletero y las encontraban? May se removió levemente en sus brazos, un suave quejido escapando de sus labios. Malú la acunó con más fuerza, susurrando contra su oreja: — Shhh, mi vida, todo va a estar bien —. Pero ni ella misma lo creía. Un nudo de angustia le oprimía el estómago. Su mente giraba, plagada de preguntas sin respuesta. Cada bache en el camino hacía crecer su ansiedad. La oscuridad asfixiante del maletero parecía cerrarse sobre ella como las fauces de una bestia. "Tranquila. Piensa." El calor del pequeño cuerpo dormido de May contra su pecho era su único ancla. La niña respiraba calmada, ajena al peligro. Malú cerró los ojos un instante, conteniendo el pánico. Necesitaba un plan. Y rápido. El corazón le golpeó las costillas al confirmar que el auto ya había salido del estacionamiento. El rumor del tráfico, el balanceo del vehículo y las bocinas ocasionales lo delataban. La angustia le apretaba el pecho como un lazo. Cuando el auto tomó una curva cerrada, su cuerpo fue lanzado violentamente contra la pared del maletero. Un grito se formó en su garganta, pero lo contuvo con un esfuerzo sobrehumano - apretó los dientes con tanta fuerza que le dolió la mandíbula. May se agitó levemente en sus brazos, pero afortunadamente no despertó. "Respira", se ordenó a sí misma. "No hagas ningún sonido." El vehículo aceleró, incorporándose al tráfico de la ciudad. Cada bache en el camino resonaba en sus huesos. Con una mano protegió la cabeza de May, con la otra se aferró a una protuberancia en el interior del maletero para no rodar con los movimientos. El pánico intentaba apoderarse de ella, pero no podía permitírselo. No por ella, sino por la niña que confiaba en su protección. Cerró los ojos y se concentró en respirar - inhalaciones cortas y silenciosas por la nariz, exhalaciones lentas por la boca. "Gritar sería inútil", pensó, descartando la idea. Si el conductor era el dueño del auto, podría tomarla por una ladrona. Y si los hombres de Viktor estaban cerca... No quiso imaginar las consecuencias. Con el sudor frío resbalando por su frente, susurró una plegaria: — Dios, ¡por favor, ayúdanos!— En la negrura, intentó calmar su respiración contando segundos. "Cuando paremos, saldré corriendo con May." El auto comenzó a disminuir la velocidad. Estaban llegando a algún lugar. Pero entonces, un sonido la paralizó. La niña comenzó a agitarse. Lo desconocido, los ruidos y las vibraciones la despertaron. Primero fue un quejido. Luego, sus ojitos se abrieron, brillando en la penumbra. Confusa, parpadeó antes de empezar a lloriquear. — Shhh, mi vida… — Malú meció su cuerpecito con ternura. Fue inútil. El llanto creció, rebotando en el metal del maletero. Malú contuvo el aliento. Era imposible que el conductor no lo escuchara. El auto frenó bruscamente. Su cuerpo se desplazó hacia adelante, y el llanto de May se convirtió en un grito de susto. El motor ronroneaba en ralentí... Habían parado. Pasos firmes rodearon el vehículo. El tintineo de unas llaves. Un clic metálico. El maletero se abrió. Un haz de luz cegadora las bañó. Malú, con May aferrada a su pecho, entrecerró los ojos, preparada para lo peor...