—Aurora, eres muy buena —dijo Mateo—. Para mí siempre lo has sido, siempre, siempre. Pase lo que pase, yo, Mateo, siempre te voy a elegir a ti.
Después de decir eso, me volteó hacia él y, con una sonrisa sutil, añadió:
—Mira, la herida ya no está sangrando y ya me la vendé yo mismo. No pasa nada.
Era cierto: se había vuelto a vendar la herida, aunque de una forma bastante torpe y descuidada. Aguanté la amargura que sentía en el pecho, levanté la mano despacio y toqué con cuidado su herida.
—La vendaste muy mal —le dije con dificultad—. Luego te la vuelvo a vendar yo.
—Está bien —respondió Mateo al instante con una sonrisa.
Cuando sonreía, parecía que en sus ojos brillaban estrellas.
Esa noche no hicimos nada; simplemente dormimos abrazados. No supe en qué momento me quedé dormida, pero cuando desperté, ya era mediodía y Mateo ya se había levantado. Al bajar, lo vi salir de la cocina.
—Ya despertaste —me dijo con una sonrisa—. Justo iba a subir a buscarte para comer. Ven, rápido.
Puso l