Aunque yo miraba al piso, podía sentir a Mateo observarme.
Conocía demasiado bien esos ojos llenos de deseo. Quemaban. Siempre quemaban.
Mateo no habló durante mucho rato. Se quedó ahí, de pie frente a mí, en silencio.
Mi vista quedaba justo a la altura de su abdomen firme y marcado.
Entonces, otra vez, mi mente empezó a recorrer esas escenas que no debía recordar. Con solo imaginarlo, el calor me subió del pecho a las mejillas; ahora mi cuerpo entero estaba en llamas.
El silencio de Mateo, esa manera de mirarme, creaba una tensión casi palpable; como si nuestras almas se llamaran.
Me mordí los labios, lista para decirle que necesitaba vestirme.
Apenas levanté la cabeza, cruzamos miradas. Mi corazón pareció detenerse.
Mi boca fue torpe:
—Yo... yo... iba a...
No terminé. De repente, Mateo me agarró por la cintura y me llevó con cuidado contra la pared.
Lo miré, asustada, con el corazón golpeando fuerte, mientras me encontraba con esos ojos llenos de un deseo intenso.
Sus dedos largo