Hasta que un día, en pleno arranque, Mateo no midió la fuerza y esa prenda terminó hecha trizas.
Desde entonces no la usé más.
Pensándolo bien, a Mateo no solo le gustaba. Le fascinaba.
Los recuerdos de esos días intensos me daban vueltas una y otra vez, y sentía el calor en todo el cuerpo.
Cuando subía las escaleras, con la cabeza baja, choqué de frente con Mateo, que bajaba.
Por suerte reaccionó rápido y me tomó del brazo antes de que me cayera al piso.
Ya estaba vestido y, un poco molesto, me habló en voz baja:
—Siempre tan distraída. ¿Y si te caes?
Me enderecé de inmediato y bajé la mirada, como niña regañada.
—La próxima vez voy a tener más cuidado —murmuré.
Mateo me alzó el mentón con un dedo y me miró unos segundos.
—¿Por qué estás roja otra vez? —preguntó, sonriendo—. ¿Alan te dijo algo?
Me mordí los labios y no contesté.
No podía decirle que me había puesto roja por recordar lo de estos días, ¿verdad?
Mateo sonrió y me tocó la frente con un dedo.
—Tienes que aprender a ponerte