La habitación blanca del hospital parecía cada vez más fría. Eva estaba sentada al borde de la cama de su hijo, acariciando suavemente su frente húmeda por la fiebre. Oliver apenas respiraba, su pecho subía y bajaba con dificultad, y su piel estaba tan pálida que parecía casi transparente. Las lágrimas de Eva se acumulaban en sus ojos, pero se obligaba a sonreír cada vez que su pequeño abría los párpados y la miraba con debilidad.
La puerta se abrió y el doctor entró con un semblante serio, cargando una carpeta en la mano. Su voz, grave y sin rodeos, cayó como un balde de agua helada.
—El tiempo se agota, señora. Necesitamos el dinero de la operación o él no podrá sobrevivir. Además… —hizo una pausa, bajando la mirada— la cuenta del hospital sigue pendiente.
Eva sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Se mordió los labios con rabia y tristeza, intentando controlar el temblor de su voz.
—No se preocupe, doctor. Lo conseguiré mañana por la mañana. Se lo prometo.
El hombre asintió c