La mansión se alzaba imponente frente a ella, igual de fría y distante como siempre. Eva apretó contra su pecho los papeles del contrato que había rechazado firmar, sintiendo que el peso de aquel maldito documento se aferraba a su alma como una cadena invisible. Cada paso hacia el interior le resultaba un suplicio, como si el aire en aquel lugar fuera más denso, más hostil.
El eco de sus tacones resonaba en el mármol pulido, y con cada sonido se le aceleraba el corazón. Sabía que estaba entrando a la boca del lobo, que suplicar no era digno, pero ¿qué otra opción tenía? Oliver necesitaba un trasplante, un tratamiento urgente, y la desesperación la empujaba a humillarse, aunque eso implicara hundirse aún más.
Cuando cruzó el umbral del salón principal, la vio. Su madre estaba allí, de pie, con un vestido impecable y el rostro rígido como una estatua de mármol. Sus ojos no reflejaban ternura ni consuelo, solo dureza.
—Mamá… —susurró Eva, la voz quebrada, como si esa palabra pudiera derr