—Una carta de renuncia. —Soltó Raina sin rodeos. Ella nunca le mentía.
Él siempre había repetido que lo que más detestaba eran las mentiras, incluso las piadosas. Al oírla, el gesto de Noel se ensombreció.
—De ahora en adelante, cualquier renuncia va directo a Recursos Humanos. No te metas en asuntos que no te corresponden. Y si te sobra tiempo, mejor visítate a tu abuela.
La puerta se cerró de golpe. La sonrisa de ella se fue borrando poco a poco, hasta desaparecer del todo.
—Noel... es mi carta de renuncia —susurró, pero ya hablaba sola.
A las seis de la tarde, llegó con Noel a la casa de los Quiles. Apenas estacionaron, Marta salió corriendo con un perrito blanco en brazos. Sus ojos brillaban con la ilusión tímida de una novia enamorada. El perro, en cambio, no compartía el entusiasmo: empezó a ladrar sin descanso apenas vio a Noel.
—Bola, tranquilo. Él es tu papá —dijo con naturalidad.
Raina apretó los labios y le lanzó a Noel una mirada rápida. Él nunca había soportado a los animales; siempre decía que era alérgico a su pelo. Pero, para sorpresa de ella, se agachó y le dio un par de palmadas al perro.
—Así que te llamas Bola... La próxima vez que me gruñas, le digo a tu mamá que te regale.
Raina se quedó inmóvil, observando esa mano que acariciaba a un perro, y sintió un nudo amargo en el pecho.
Ella también había tenido un gato alguna vez. Lo mantenía en una jaula para que no lo molestara, pero aun así él le exigió que lo regalara por su alergia. Pero, con Marta, esa alergia parecía haberse curado sola.
—Noel, mis padres te esperan adentro —dijo Marta. Su voz, ligera y dulce, tenía ese tono envolvente que atrapaba a cualquiera.
Incluso Raina, que rara vez se dejaba impresionar, admitía que era difícil no mirarla dos veces.
Entraron del brazo, conversando y sonriendo como si el mundo les perteneciera. Raina y el chofer quedaron atrás, cargando bolsas y cajas con regalos.
La reunión era para ultimar los detalles de la boda. Entonces, sentada en una esquina con su libreta, iba anotando todo, con esa profesionalidad impecable de siempre.
—Eso sería todo por ahora. —Concluyó Ricardo Quiles, el padre de Marta.
—¿Está segura de que no se le pasó nada, señorita Lara? —preguntó Paula Bonnet, la madre.
—Mamá, no te preocupes. ¿No has oído lo que dicen? A Noel cualquiera lo tiene, pero con Raina no es tan fácil —respondió Marta con una sonrisa, y luego volteó hacia ella—. Justo por eso lleva tantos años a su lado.
Le dio un codazo juguetón a Noel.
—¿Verdad?
—Con Raina, pueden estar tranquilos —respondió él, mirándola fijamente. No sonaba a halago, sino a advertencia: no cometas errores.
En todos esos años, ella había manejado desde lo más insignificante hasta lo más delicado, sin fallar jamás. Que otros dudaran, vaya y pase... pero que él todavía la advirtiera, eso sí le dolía.
—Noel, ¿por qué no dejas que sea mi dama de honor? —Propuso Marta, con tono ligero. Y, girándose hacia ella, añadió—: ¿Te gustaría, Raina?
Ella repasó su agenda antes de contestar.
—Lo siento, ese día no me es posible.
—Noel —insistió Marta con voz melosa—, prométeme que no le vas a encargar nada ese día. Quiero que se ponga un vestido bonito y esté con nosotros, como testigo de nuestra felicidad.
Un golpe preciso, disfrazado de dulzura. Marta sabía dónde dolía más. Entonces, de regreso, Raina guardó silencio. Noel, agotado, se frotaba el entrecejo casi sin darse cuenta.
Al llegar a la Arboleda de los Arces, ella rompió el silencio.
—Buenas noches, señor Silva.
—Me dio alergia... busca la pomada —murmuró él, aflojándose la corbata. En su cuello, pequeñas manchas rojas empezaban a asomar sobre la piel.