Cuando Raina Lara terminó de redactar su carta de renuncia, alzó la mirada hacia la ventana. En la enorme pantalla del edificio de enfrente seguía repitiéndose, desde hacía una semana, el anuncio de la boda de Noel Silva y Marta Quiles.
Todos comentaban que Noel estaba locamente enamorado de ella, pero nadie sabía que Raina había permanecido a su lado durante siete años. De los dieciocho a los veinticinco, le había entregado los mejores años de su vida.
Él iba a casarse con otra y ella entendía que había llegado el momento de salirse de la historia. Para ese día, en la vida de Noel, Raina ya no tendría lugar.
Guardó la carta en un sobre blanco justo cuando la puerta de la oficina se abrió, Noel entró con una camisa negra, el primer botón desabrochado y pantalones a juego. Caminaba con paso seguro, desprendiendo esa elegancia sobria y serena que llenaba cualquier espacio.
Ella recordó la primera vez que lo vio: sentado solo en un rincón de un bar, con la mirada perdida y un vaso en la mano, como un perro abandonado. Su familia acababa de quebrar y hasta ese trago lo había pagado empeñando su reloj.
Fue ella quien lo recuperó... y, de paso, lo rescató a él. Decían que los grandes siempre sabían cómo levantarse. Entonces, él lo hizo: resurgió de las cenizas y terminó convertido en el empresario más codiciado de Lureña.
—Te mandé mensajes y no contestaste —dijo él, con la mirada fija en el sobre que Raina sostenía.
Ella señaló la ventana con la barbilla.
—Estaba viendo el video de tu boda con la señorita Quiles.
Los ojos de él se oscurecieron y replicó con calma:
—Ese video lo aprobaste tú. ¿Qué más necesitas ver?
Era cierto. Ella misma había escogido cada foto, cada gesto dulce, cada frase romántica del anuncio.
Lo hizo porque él se lo pidió: “quiero que lo hagas tú. Marta no confiará en nadie más”. Él y Marta se habían reencontrado hacía tres meses atrás, aunque la historia se remontaba a la universidad.
Siete años antes, ella se había ido al extranjero y, con la caída de la familia Silva, aquella pareja perfecta se vino abajo. Pero, cuando Marta regresó, Noel corrió a recuperarla y poco después le propuso matrimonio, en público, sin ocultar nada.
Durante años, todos a su alrededor daban por hecho que Noel acabaría casándose con Raina. Ella también lo creyó. Incluso tres meses atrás, cuando él le pidió que eligiera un anillo, lo escogió pensando en sí misma.
Pero esa medianoche, mientras la ciudad se iluminaba con fuegos artificiales, Noel le dijo:
—Raina, dame el anillo.
Y, frente a todos, se arrodilló... pero ante Marta. Entre el estruendo y las luces, ella lo oyó confesar:
—Te esperé siete años. Cada día y cada noche pensaba en ti, extrañándote; incluso cuando estabas lejos.
En ese instante, mientras los fuegos artificiales reventaban en el cielo, el corazón de Raina se hizo pedazos.
Dos mil quinientos días pensando en Marta... ¿y qué eran entonces las noches que durmió abrazado a ella, las llamadas de madrugada, los días que la tuvo a su lado trabajando sin descanso?
Nunca preguntó, pues la boda ya era la respuesta. Siete años juntos no pesaban más que su primer amor de juventud. Y, al final, Noel nunca le prometió nada.
Raina tragó sus pensamientos y lo miró con calma.
—¿En qué quiere que trabaje, señor Silva?
—Esta noche me acompañas a la casa de los Quiles. Ya sabes qué regalo preparar —ordenó con tono seco y profesional.
—De acuerdo —respondió ella, como la asistente que siempre había sido.
Noel la recorrió con la mirada. Había algo diferente en ella.
—Últimamente... no sonríes mucho.
Ella le mostró una sonrisa impecable, casi de manual, y respondió con respeto:
—Lo tendré en cuenta, señor Silva.
—Raina —bajó un poco la voz—, tu puesto no se mueve. El próximo año voy a proponerte como vicepresidenta.
En siete años, él la había hecho pasar de asistente a secretaria personal, y en ese momento la quería empujar a la vicepresidencia. Lo que nunca imaginó fue que ella jamás había soñado con ascensos: lo único que anhelaba era ser su esposa y eso seguía siendo imposible.
Ella asintió con la misma sonrisa serena de siempre.
—Muchas gracias.
Durante esos años, aceptó todo lo que Noel quiso darle, sin pedir nunca lo que él no estaba dispuesto a ofrecer.
—Eso sí —añadió él, con la mirada ensombrecida—, no quiero errores. Y menos con la boda.
—No se preocupe —dijo ella con firmeza—. Haré que la boda de usted y la señorita sea perfecta.
Noel la observó en silencio unos segundos, y cuando ya estaba por salir, sus ojos se detuvieron en el sobre que ella sostenía.
—¿Qué llevas ahí?