Capítulo 3

Marcus kendrick:

Mi mente está en blanco mientras corro por el bosque Eberdel. Cada paso retumba en mis oídos como un eco de desesperación, y el dolor, implacable y ardiente, adormece mis sentidos, dándome la sensación de que mi carne se quema viva. Pero ese no es el mayor de mis problemas en este momento; el bosque Eberdel no es solo un lugar de sombras y silencio, sino un refugio repleto de bestias. Criaturas salvajes que acechan entre los árboles, guardianas de secretos, y que mantienen a los humanos a raya, permitiendo que las manadas permanezcan ocultas y dispersas. Pero a pesar de su protección natural, eso no evitó que los cazadores nos encontraran.

La manada más cercana está a algunas horas, y con suerte, si no encuentro obstáculos en el camino, podremos llegar al amanecer. Esa es nuestra mejor oportunidad. No es cualquier manada; es la manada del Rey. Un lugar donde la seguridad y el poder se entrelazan en sus murallas y hechizos.

Con la idea clara y la certeza de que es la mejor opción para Asterin, decido emprender el extenso y peligroso viaje. La pequeña duerme en mis brazos, y mientras la sostengo con firmeza, intento amortiguar cada paso para que no sienta el ritmo acelerado de mi huida. Aumento la velocidad, impulsado por la urgencia de alejarnos de los cazadores que nos pisan los talones.

Cada árbol a mi alrededor parece un reflejo del anterior, como si el bosque intentara confundirme. Si no fuera por mis sentidos agudizados, juraría que estoy dando vueltas en círculos. Pero mi instinto me guía, y a lo lejos, el murmullo de un río rompe el silencio, dándome una nueva esperanza. Los ríos fluyen de norte a sur, y la manada está al norte. Si sigo el cauce, debería llegar a nuestro destino.

Me dirijo hacia el río, ajustando mi rumbo para avanzar junto a su orilla, con la esperanza de ver alguna señal de que estamos cerca de la manada.

La brisa helada se clava en mi rostro, un recordatorio de la noche fría que nos rodea. No puedo evitar estremecerme ante la sensación eléctrica que recorre mi cuerpo, un aviso silencioso de peligro. Los pelos de mi nuca se erizan, y un suave clic resuena a pocos metros. Giro discretamente y veo, con el corazón martillando en mi pecho, cómo un cazador me apunta con una lanza de plata, montada en una ballesta.

No tengo otra opción; empiezo a correr con todas mis fuerzas. Sé que no puedo transformarme mientras sostengo a Asterin, pero mi velocidad es lo único que nos mantiene con vida en este instante. El olor penetrante a sangre de lobo que despiden los cazadores detrás de nosotros enciende una llama de rabia en mi interior. Es la sangre de los padres de Asterin, derramada sin piedad, y es también el rastro de la masacre que llevó a mi manada a la extinción.

—¡Atrapen a ese hombre lobo! —grita uno de los cazadores, su voz destilando odio.

Mis sentidos se agudizan aún más cuando percibo otro olor: el de las bestias del bosque. Criaturas salvajes, depredadores que atacan sin distinción de especie, una fuerza de la naturaleza que acecha a quienes se atreven a adentrarse en su territorio. Se dice que estas bestias son descendientes de hombres lobo antiguos, condenados por la diosa Luna debido a su crueldad y rebeldía, transformados en seres que jamás podrían ver la luz del día.

Cuando salía a patrullar con Bryson o con algún guerrero de la manada, siempre evitábamos cruzarnos con estas bestias. Si bien no son tan fuertes como nosotros individualmente, en manada pueden causar estragos devastadores.

—¡Bestias! —grita otro cazador.

Es la oportunidad que necesito. Aprovechando que las bestias atacan a los cazadores, aumento mi velocidad, dejándolos atrás. El eco de sus gritos y el sonido de la carne desgarrada me persiguen, pero ya no me detengo. El alba comienza a despuntar, bañando el cielo con un tenue resplandor, y tras horas de esfuerzo, por fin estamos cerca de la manada del Rey.

A lo lejos, las murallas imponentes aparecen ante mí, como un faro en la penumbra. No puedo evitar quedarme asombrado ante su magnitud. Un resplandor mágico envuelve las murallas, un hechizo lanzado por las brujas para ocultar esta estructura gigantesca de los humanos. Me acerco con pasos cansados hacia la entrada, sintiendo cada músculo arder, cuando dos centinelas emergen de las sombras.

Sus armaduras negras brillan con un brillo metálico, y el símbolo dorado de un lobo aullando adorna sus pechos, irradiando autoridad bajo la luz del amanecer.

—Lo llevaremos ante el Alfa —dice uno de los centinelas, con una voz fría, y antes de que pueda replicar, me arrastran hacia el interior de las murallas.

Mis ojos se abren con asombro al ver la ciudad que se despliega ante mí, una ciudad vibrante, con comercios, parques, y niños que corren riendo despreocupados. Pero mi admiración dura poco. Nos conducen con brusquedad hacia un carruaje, y al subir, noto cómo me observan con desprecio, como si fuéramos exiliados, intrusos en su hogar. El olor que desprendemos, sin pertenecer a una manada, parece delatar nuestra situación. Pero aprieto los dientes y aguanto; por Asterin, lo soportaré. Le hice una promesa a su madre, Lizbeth, y pienso cumplirla.

Atravesamos la ciudad, y las casas que antes admiré se vuelven cada vez más lujosas. A medida que nos acercamos a nuestro destino final, un castillo majestuoso se alza en la cima de una colina. Su fachada es imponente, y sus detalles en oro destellan con la primera luz del día. Pienso que solo alguien lleno de arrogancia podría vivir en un lugar tan ostentoso, pero dejo de lado esos pensamientos cuando los guardias me empujan para entrar al castillo.

Pasamos por un amplio corredor, decorado con cuadros que narran batallas antiguas del linaje de su majestad. En cada uno, un lobo de pelaje negro y ojos dorados aparece como un símbolo omnipresente de poder y ferocidad.

—De seguro nuestro Rey se aborrecerá de este salvaje —murmura uno de los centinelas.

Descendemos por unas escaleras y luego giramos a la derecha, deteniéndonos frente a una enorme puerta custodiada por dos caballeros con armaduras negras, con el símbolo de una corona dorada, adornada con una "H" roja en el centro.

—Es su turno —dice el centinela, empujándome hacia uno de los caballeros.

Los caballeros tocan la puerta dos veces, provocando un sonido sordo y pesado.

—¡Alfa Jayden Hendrix, le traemos ante usted al exiliado que encontramos! —anuncia un caballero, con una mirada de desprecio.

—¡Que pase! —Una voz profunda y autoritaria resuena desde el otro lado. Siento un escalofrío recorrerme al escuchar la voz del Alfa de esta manada.

Al entrar, veo a un hombre fornido de cabello rojizo y ojos azules, cuya piel blanca contrasta con la corona de rubíes que descansa en su cabeza. Está sentado en un trono, hojeando papeles con aire distraído, hasta que su mirada se posa en mí. Sus ojos fríos y calculadores recorren mi figura y luego se detienen en Asterin, que duerme en mis brazos.

Sus facciones se suavizan y una sonrisa peligrosa aparece en sus labios.

—¿De dónde vienen? ¿Y quiénes son? —pregunta con un tono gélido.

—Venimos de la manada Flor de Luna. Yo era el Beta, mi nombre es Marcus Kendrik, su majestad —respondo con voz firme.

—¿Y quién es ella? —pregunta el Alfa, señalando a Asterin con esa misma sonrisa que me incomoda.

—Es mi hija, su majestad —miento, intentando controlar mi impaciencia.

—¡Mientes! —gruñe el Alfa, su mirada se oscurece y su respiración se vuelve pesada.

—Dime la verdad —gruñe el Alfa, con un tono grave que hiela la sangre.

—Ella es la hija del Alfa de mi antigua manada —respondo con la voz cargada de tristeza y pesadumbre por la reciente pérdida de mi familia—. Venimos a pedir asilo en su manada... La nuestra fue atacada por cazadores.

Veo cómo los ojos azulados del Alfa se desvían de mí por un instante, asimilando lo que he dicho, evaluando cada palabra. Sus labios se curvan en una sonrisa socarrona, pero su atención se fija rápidamente en la pequeña Asterin, quien sigue dormida en mis brazos. Un mal presentimiento se apodera de mí cuando noto el interés evidente con el que la observa. Instintivamente, la aprieto contra mi pecho, protegiéndola con un ímpetu paternal que no sabía que poseía.

—De acuerdo. Los aceptaré en mi manada —afirma con un deje de diversión en su voz ronca—. Pero vivirán en mi castillo.

—¡No! —grito sin pensar, lo cual provoca que la pequeña Asterin despierte sobresaltada y comience a llorar.

El ruido alerta a un centinela apostado fuera de la sala, quien entra de inmediato y se dirige hacia mí, molesto por mi insolencia al gritarle al Rey.

Alzo la mirada, perplejo, y me encuentro con los ojos del Alfa, que ahora me observa con una ira contenida que amenaza con desbordarse. Sin previo aviso, se levanta de su trono y, con una rapidez abrumadora, me arrebata a la pequeña de los brazos.

Intento lanzarme hacia él, desesperado, pero los centinelas y caballeros me sujetan, inmovilizándome antes de que pueda hacer un solo movimiento. Veo cómo el Alfa, ignorando mi resistencia, regresa a su trono con la pequeña Asterin en brazos. La sostiene con suavidad, acariciándole el cabello dorado mientras ella, para mi sorpresa, emite una risita encantadora que resuena en la sala, ajena a la tensión que nos rodea.

—Mía... mía... —susurra el Alfa en un tono que apenas reconozco, casi como un gruñido de satisfacción—. Mi luna.

El corazón me da un vuelco al escucharlo. Lo que parecía un refugio se convierte ahora en una amenaza diferente, y comprendo que hemos salido de un peligro solo para caer en otro, uno mucho más insidioso.

—¡Devuélvemela! —exclamo, forcejeando con todas mis fuerzas, tratando de acercarme a él para recuperar a Asterin. Pero los guardias aumentan su presión sobre mí, y el Alfa me mira con arrogancia, deleitándose en mi impotencia.

—Sabes que podría matarte aquí mismo y quedarme con la niña sin más —declara con voz calmada, con la mirada fija en mí—. Dime... ¿cómo se llama?

—Asterin —respondo con los dientes apretados, observando con impotencia cómo él la acomoda en su regazo y le acaricia el cabello con una ternura que parece fuera de lugar.

—Asterin... —murmura, con una extraña mezcla de posesividad en los ojos—. Ella es mía, y nadie la alejará de mí.

Mi corazón late con furia, y en ese momento, desearía tener el poder para destruirlo, para arrancarle esa expresión soberbia del rostro. Su sonrisa se ensancha, claramente complacido por haber tocado un nervio sensible en mí.

—Si quiere que me quede —replico, tratando de mantener la calma—, debe entender que yo soy un padre para ella. No permitiré que esté a su lado hasta que se transforme y decida por sí misma si quiere estar con usted.

El Alfa me observa por un largo momento, como si evaluara mi determinación. Finalmente, con una leve inclinación de cabeza, responde con un sarcasmo casi burlón:

—Marcus, ¿verdad? —dice, fingiendo no recordar mi nombre—. ¿De verdad crees que alguna mujer me ha rechazado alguna vez? —pregunta, señalando a la pequeña—. Y ella no será la excepción.

—¿Y si se enamora de alguien más? —pregunto, consciente de lo territorial que somos los lobos.

Al instante, el Alfa suelta un rugido que resuena en las paredes de la sala, estremeciendo hasta a los guardias y provocando un leve susto en Asterin.

—Lo mataré —gruñe con firmeza—. No dejaré rastro de su existencia.

Sus palabras furiosas se clavan en mí, pero no tengo opción más que asentir mientras él da la orden de que me suelten. Apenas recobro la libertad de movimiento, me acerco al Alfa, extendiendo los brazos para que me entregue a la pequeña. Asterin protesta, haciendo un pequeño berrinche al verse separada del Alfa, pero finalmente se acomoda en mis brazos, aferrándose a mí con confianza.

—No le diremos que usted es su mate hasta después de su transformación —le advierto—. Hasta entonces, será solo un amigo, un protector. Solo la verá como una familiar, y nada más, hasta que llegue el día.

El Alfa me observa con una intensidad feroz antes de inclinar la cabeza en señal de acuerdo.

—Es un trato —declara, extendiendo su mano.

—Es un trato —respondo, estrechando su mano con firmeza, aunque la tensión es palpable entre nosotros.

Luego, el Alfa desvía su mirada hacia los presentes en la sala, sus ojos de hielo recorriendo a cada uno de los guardias y sirvientes que han presenciado nuestra conversación.

—Si alguno de ustedes revela algo de lo que han escuchado aquí... considérense muertos —advierte, su voz letal y carente de compasión—. A partir de ahora, protegerán a su Luna en silencio y lealtad.

Luego, fija su atención en un caballero, señalándolo con una inclinación de cabeza.

—Tú —ordena con irritación —. Lleva a Marcus a una habitación en el mismo piso que el mío y asegúrate de que tenga todo lo necesario para mi Luna.

—Sí, majestad —responde el caballero, inclinando la cabeza en una reverencia antes de avanzar hacia mí para escoltarme fuera de la sala.

Mientras nos retiramos, me doy cuenta de que el Alfa sigue observando a Asterin con una última mirada intensa, como si intentara grabar cada detalle de su presencia en su mente. Luego, sin apartar la vista de ella, se deja caer nuevamente en su trono, rodeado de los documentos que reposa en sus manos.

—¡Siguiente! —escucho que ordena con autoridad mientras cruzamos el umbral, y las puertas se cierran tras nosotros, dejándome solo en el frío pasillo, consciente de que el Alfa de esta manada es tanto nuestro refugio como nuestro mayor peligro.

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