Manada flor de luna:
Bajo la pálida luz de la luna llena, la manada Flor de Luna se reúne en un claro del bosque, celebrando el nacimiento de su próximo líder. El aire está cargado de anticipación, y las estrellas parecen resplandecer en complicidad, iluminando a los lobos congregados. En el centro de todo, dentro de la gran mansión del Alfa, se libran dos batallas: una por la vida de un nuevo cachorro y otra por la resistencia de su madre, envuelta en el agotador trance del parto.
El Alfa Bryson, un lobo de pelaje oscuro y ojos acerados, observa desde la entrada de su hogar con una mezcla de orgullo, preocupación y esperanza. Este es su primer cachorro, el futuro de la manada, el que llevará su legado. Los miembros de Flor de Luna aguardan expectantes en el exterior de la mansión, susurrando plegarias y abrazándose a su fe en el futuro del clan. Pero su júbilo es ciego al peligro que acecha en los límites del bosque de Eberdel. Las sombras se mueven en silencio entre los árboles, ocultando a los cazadores que se han infiltrado en el territorio, dispuestos a acabar con la manada.
Mientras tanto, en el interior de la mansión, la compañera de Bryson, la Luna de la manada, respira con dificultad, su rostro bañado en sudor y su cuerpo tembloroso ante la intensidad de las contracciones. Las parteras, concentradas en su tarea, trabajan en sincronía, alentando a la madre y preparándose para el momento crucial. La tensión en la habitación es palpable, un contraste inquietante con la serenidad que parece reinar fuera, bajo el cielo nocturno.
Entonces, un grito rompe el silencio.
—¡Cazadores! —alcanza a gritar uno de los exploradores, emergiendo de la oscuridad.
La noticia se esparce como el fuego, y el pánico se apodera de los presentes. Los lobos se apresuran a llevar a los más jóvenes y a aquellos incapaces de luchar al interior de la mansión, protegiéndolos tras sus gruesas paredes. En cuestión de segundos, los guerreros que quedan en pie se alinean en formación alrededor de la casa, sus ojos reflejando la fiereza de su compromiso de defender a la manada.
El Alfa Bryson, con el peso de su responsabilidad ardiendo en su pecho, siente el instinto de lanzarse a la batalla y luchar junto a sus guerreros. Pero primero, voltea hacia su beta, su amigo más confiable y leal, y le ordena en voz baja:
—Protege a mi hijo y a mi compañera. No permitas que nada ni nadie se acerque a ellos.
El beta asiente solemnemente, comprendiendo la gravedad de su misión. Se dirige al interior de la mansión, asegurándose de que la protección de la Luna y su cachorro esté garantizada.
Mientras Bryson sale de la casa, la intensidad de la situación se manifiesta en el latido acelerado de su corazón. Afuera, la tensión es casi tangible. Los cazadores, armados con trampas y armas diseñadas para someter a lobos, se acercan con cautela, pero los guerreros de Flor de Luna no retroceden; están listos para dar la vida por su familia y su territorio.
Un rugido gutural escapa de Bryson cuando se transforma, y su figura impone causa respeto entre los suyos. Sus guerreros lo miran con admiración y determinación, listos para seguirlo hasta las últimas consecuencias.
Mientras tanto, en la mansión, la Luna de la manada se encuentra en la última fase del parto. Su respiración es pesada y el dolor parece sobrepasarla, pero su voluntad es fuerte; sabe que en ese momento el futuro de la manada depende tanto de ella como de los guerreros en el exterior. Siente las manos de las parteras sobre ella, la reconfortan y la guían, incluso cuando el eco de los primeros enfrentamientos llega hasta sus oídos.
La sala está sumida en un silencio expectante, roto solo por los murmullos de aliento y los suspiros de las parteras, que trabajan en sincronía con una devoción absoluta. Cada una de ellas mantiene la concentración mientras observan cómo, poco a poco, el primer destello de vida del nuevo Alfa asoma al mundo. La emoción en sus rostros es innegable, y una de ellas, con los ojos brillando de lágrimas contenidas, se atreve a susurrar:
—Es una niña, mi Luna. —Su voz apenas alcanza a esconder la reverencia y la dicha que siente, como si haber presenciado ese momento fuera un honor sagrado.
La pequeña es colocada con delicadeza en brazos de su madre, su cabello dorado reflejando la luz de las velas como si hubiera atrapado la misma esencia de las estrellas. La Luna de la manada, exhausta pero feliz, mira con ternura a su hija recién nacida. Cuando los ojos de la pequeña se abren, el tiempo parece detenerse. Los susurros se apagan, y cada partera contiene el aliento. En silencio absoluto, contemplan las orbes rosadas de la niña, brillantes como un amanecer tras una noche tormentosa.
La madre, desconcertada, no puede evitar expresar su preocupación.
—¿Por qué... por qué tiene los ojos rosas? —pregunta con voz temblorosa, el miedo luchando con el amor en su mirada.
Una de las parteras, la mayor de ellas, se inclina hacia la Luna, susurrando como si temiera quebrar la magia del momento:
—Porque es una Alfa, mi señora. Solo las Alfas de sangre pura nacen con esos ojos.
La revelación flota en el aire, dándole un nuevo significado al nacimiento de la niña. Otra partera asiente con convicción y, con voz reverente, agrega:
—Las Alfas tienen los ojos rosas... Son las elegidas por la manada y por la luna.
La Luna, enternecida, abraza a su hija, el orgullo y la devoción floreciendo en su corazón. Su pequeña, con su cabello dorado como los rayos de un sol perdido y ojos tan singulares como su destino, es especial. En ese momento, un nombre surge en su mente, inspirado en el brillo de las estrellas que siempre la han acompañado.
—Te llamarás Asterin, como las estrellas que te han visto nacer —susurra la madre con una ternura infinita, y luego, con un beso suave en la coronilla de la niña, sella su destino.
Pero la quietud de este instante sagrado se rompe de golpe cuando un guerrero irrumpe en la habitación, su respiración entrecortada y su expresión marcada por la desesperación. Los ojos de la Luna se encuentran con los suyos, buscando respuestas.
—Estamos perdiendo contra los cazadores —grita el guerrero, su voz cargada de angustia—. Nos superan en número, y están más cerca de lo que pensamos.
Al voltear hacia el beta, Marcus, el guerrero le transmite un mensaje.
—Tienes que llevártelas, Marcus —le ordena el guerrero, señalando a la Luna y a la pequeña Asterin—. Protége...
Marcus asiente con gravedad y se acerca a la cama, su mirada firme pero cargada de tristeza al saber lo que debe hacer. Está dispuesto a llevar a ambas, pero la Luna lo detiene, colocando una mano suave y a la vez resuelta sobre su brazo.
—No, Marcus. No hay tiempo para todos. Si intentas llevarme, solo retrasarás a Asterin. No podemos arriesgarnos a que la capturen. —Los ojos de la Luna están llenos de un dolor profundo, pero su amor por su hija la ha guiado a esta decisión—. Sálvala a ella. Salva a mi pequeña Asterin.
Marcus la mira, incrédulo y abatido, su corazón desgarrado entre el deber y la lealtad. Una lágrima silenciosa se desliza por su mejilla, pero, al final, cede al sacrificio de su Luna. Con manos temblorosas y el corazón roto, toma a la pequeña en brazos, sintiendo su calor y su delicada respiración. Asterin comienza a llorar al ser apartada de su madre, un llanto suave que perfora el alma de quienes lo escuchan.
—Siempre le hablaré de ti. Ella sabrá de tu valentía, de tu amor —promete Marcus, su voz rota, mirando a su Luna por última vez.
—Eso espero, Marcus. Que siempre sepa que fue amada... —La Luna esboza una sonrisa, una expresión serena y llena de aceptación, aunque sus ojos reflejan un mundo de dolor contenido.
Sin más tiempo que perder, Marcus sale de la habitación, su corazón latiendo con fuerza. Asterin, aún llorando, se aferra a su pecho, y él sabe que lleva entre sus brazos la esperanza de la manada, el último destello de un futuro que ya empieza a desmoronarse. Se apresura por los pasillos de la mansión, mientras el eco de los gritos y el ruido de la batalla se intensifican. El bosque de Eberdel, oscuro y vasto, lo espera como un refugio y, al mismo tiempo, como un lugar lleno de peligros.
Con determinación, Marcus corre hacia el bosque, cada paso pesado por el sacrificio que ha dejado atrás. Las sombras de los árboles lo cubren mientras se adentra en la espesura, ignorando el eco de los gritos de su manada, de aquellos que, en algún momento, fueron su familia. Ahora, solo le queda proteger a la pequeña Alfa, asegurarse de que llegue a salvo a la manada más cercana.
Y en esa oscuridad, mientras huye de las amenazas que lo persiguen, Marcus hace una promesa en silencio, una promesa que resonará en cada paso que da: protegerá a Asterin, la guiará y le enseñará a ser fuerte. Bajo el manto de la noche, con la luna como su única testigo, Marcus y la niña se pierden en las sombras del bosque de Eberdel.