Capítulo 6

Estación tres, Distrito Trece, Año 1688

Jayden Hendrix

El aire nocturno acaricia mi piel con una frialdad que no me molesta, sino que me calma. Una sensación peculiar, como si esa brisa helada buscara reconfortarme en lugar de hacerme temblar. Cada paso que doy resuena en la inmensa soledad del cementerio, un eco profundo que acompaña mi caminar. No necesito luces para guiarme; la luna llena, grande y brillante, cuelga majestuosa en el Moo cielo despejado, iluminando mi camino y proyectando sombras alargadas entre las lápidas. Las estrellas, aunque presentes, parecen haber decidido permanecer en silencio, respetando el duelo que llevo conmigo esta noche.

Mis patas, grandes y firmes, se detienen frente a dos lápidas idénticas. Me mantengo quieto, respirando profundamente mientras mis ojos recorren el mármol blanco que refleja la luz lunar con un brillo casi etéreo. Los nombres grabados allí son imborrables tanto en la piedra como en mi memoria: Bastian Hendrix y Elizabeth Hendrix. Mis padres. Aun después de tantos años, el simple hecho de leerlos provoca una punzada en mi pecho, un dolor profundo que no se ha desvanecido ni con el tiempo ni con el poder que ahora poseo. Mi forma de lobo, fuerte y dominante, debería protegerme de cualquier debilidad, pero no puede defenderme de la fragilidad de mis propios recuerdos.

Me recuesto en el pasto, dejando que la aspereza de la tierra y las hojas secas se sienta bajo mi cuerpo. Es un gesto simple, pero necesario; necesito conectarme con este lugar, con ellos. Cierro los ojos, inhalando el aire cargado de humedad y dejando que los recuerdos me invadan. Esa noche fatídica siempre vuelve a mí con una claridad cruel, como si hubiera ocurrido ayer.

Era joven, apenas un cachorro. No entendía el peso de la responsabilidad que mi linaje conllevaba, ni las decisiones que tendría que tomar para proteger a los míos. No supe cómo actuar cuando los enemigos nos rodearon. No supe cómo protegerlos. Esa noche no solo perdí a mis padres; perdí parte de mi alma. Una parte de mí murió junto a ellos, mientras la otra se endureció, se volvió fría, calculadora y distante. Por años, me convencí de que no necesitaba a nadie más. Pero entonces llegó ella.

Esa criatura pequeña y frágil irrumpió en mi vida de una manera que no esperaba, como un torbellino que destruye todo a su paso y lo reconstruye de una forma completamente nueva. Ella no es como nadie más. Es mía. Mi luna. Mi alma gemela. Lo supe desde el primer momento en que nuestros caminos se cruzaron. Y, sin embargo, este sentimiento que crece en mi interior me desconcierta. Es un dolor dulce, como un veneno que consume y reconforta al mismo tiempo. Es algo que nunca había experimentado antes, y lo que más temo no es el fuego abrasador que despierta en mí, sino la posibilidad de perderlo.

Sacudo la cabeza, intentando alejar esas ideas. Este no es el momento para lamentos ni miedos. Estoy aquí por ellos, por los que me dieron la vida y la fuerza para llegar hasta aquí. Me pongo de pie con lentitud, mis patas moviéndose pesadamente hasta que mis ojos encuentran a los cuidadores del cementerio a unos metros de distancia. Ellos trabajan en silencio, pero al verme, sus cuerpos se tensan de inmediato. Reconocen quién soy. Reconocen a su rey.

—"Necesito ropa" —les ordeno, mi voz resonando a través del enlace mental que comparto con los míos.

El más delgado de ellos, un hombre nervioso y tembloroso, no tarda en obedecer. Se desviste rápidamente, quedando en ropa interior antes de extenderme sus prendas con manos temblorosas.

— Aquí está, su majestad.

No le respondo. No hace falta. Simplemente tomo el pantalón con mis fauces y gruño suavemente.

—"Largo de aquí."

Ambos hombres salen corriendo, sus pasos resonando entre las lápidas mientras desaparecen en la distancia. Yo, en cambio, me dirijo hacia un árbol viejo y retorcido, uno que ha estado aquí desde antes de mi nacimiento. Su sombra es lo suficientemente densa para ocultarme mientras cambio a mi forma humana.

La transformación es rápida. Ya no duele como antes, pero siempre me deja con una sensación de agotamiento, como si algo en mi interior se fragmentara temporalmente durante el proceso. Me pongo el pantalón, aunque es demasiado ajustado, y dejo la camisa de lado. Con un suspiro resignado, regreso hacia las tumbas, mis pasos más ligeros, pero con el peso del propósito renovado.

Cuando estoy frente a ellas nuevamente, me detengo. Por un momento, dejo que una pequeña sonrisa cruce mi rostro, permitiéndome sentir algo más que dolor.

— Hoy no vengo como su rey —murmuro, mi voz cargada de una sinceridad que rara vez permito salir—. Hoy vengo como su hijo.

Me arrodillo frente a las lápidas, dejando que mis dedos recorran las letras talladas. El mármol está frío al tacto, pero es un frío que me reconforta, como si ellos estuvieran aquí, escuchándome.

— Padre, madre... ya encontré a mi alma gemela. Su nombre es Asterin.

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