Capítulo 7

Estación tres, Distrito Trece, Año 1688

Jayden Hendrix

El nudo en mi garganta se aprieta mientras las palabras fluyen, llenas de una mezcla de orgullo y vulnerabilidad.

— Es tan hermosa como las estrellas, y su nombre le hace justicia. Su cabello es dorado, como los primeros rayos del amanecer.

Un leve suspiro se escapa de mis labios mientras una imagen de ella aparece en mi mente: pequeña, frágil, perfecta.

—Aunque debo admitir que aún es demasiado corto —agrego con una risa suave—. Porque es una bebé.

Mis dedos acarician la superficie de las lápidas, y mi mente se llena de pensamientos sobre el futuro, sobre lo que me espera junto a Asterin. Pero entonces, algo cambia.

Un olor extraño, inusual, invade mis fosas nasales. Mi cuerpo se tensa de inmediato, y el lobo dentro de mí ruge en alerta. Humano. Frunzo el ceño y me pongo de pie en un movimiento fluido, mis ojos buscando entre las sombras.

Lo veo. Una figura encapuchada se mueve entre los árboles. El brillo de la luna ilumina una insignia plateada en su pecho, y mi mandíbula se tensa al instante.

Un cazador.

—¿Quién eres? —gruño, mi voz resonando con una autoridad que no admite desafíos.

El cazador se detiene a unos metros de mí. Su capa negra ondea ligeramente con la brisa nocturna, y aunque su rostro está oculto bajo la capucha, la arrogancia en su postura es inconfundible. La luna ilumina el emblema metálico en su pecho: una calavera entrelazada con dos espadas en plata. Mi mandíbula se tensa. Reconozco esa insignia. Es la marca de aquellos que han jurado exterminar a los de mi especie.

El hombre se gira lentamente, como si no tuviera prisa alguna. Sus movimientos son calculados, deliberados. A pesar de la distancia, puedo sentir su sonrisa burlona, una provocación directa hacia mi paciencia.

—Eso no importa, lobo —responde con calma, su voz grave y teñida de desprecio.

Doy un paso hacia adelante, mis músculos tensos, listos para atacar en cualquier momento. La tierra cruje bajo mis pies desnudos. Mis ojos, brillando con un destello dorado bajo la luz lunar, no se apartan de él.

—Te lo preguntaré una vez más: ¿qué haces aquí?

El cazador ladea la cabeza, como si estuviera evaluándome, y luego suelta una risa seca que resuena en el silencio del cementerio.

—Vine a recordarte algo. ¿O acaso olvidaste que dejamos asuntos pendientes aquella noche?

Sus palabras son como un puñal en mi memoria, desgarrando la calma que intentaba mantener. Recuerdos de aquella noche, la misma en la que perdí a mis padres, me golpean como una tormenta. Mi respiración se acelera, pero no dejo que eso se refleje en mi postura.

—Ya no soy el mismo cachorro que conocieron —respondo con firmeza, dejando que mi voz cargue con toda la fuerza que he adquirido desde entonces.

El hombre asiente, como si esa respuesta fuera justo lo que esperaba.

—Eso veremos. Esta vez, tenemos una ventaja.

Antes de que pueda reaccionar, su figura se desvanece ante mis ojos, desintegrándose en sombras que parecen disolverse con el viento. Mi cuerpo se mueve por instinto, lanzándome hacia él con la velocidad y precisión de un depredador. Pero mis garras atraviesan el aire vacío, como si nunca hubiera estado allí.

—¿Qué demonios...? —gruño, retrocediendo unos pasos mientras el olor persistente de su presencia llena mis sentidos.

Entonces lo entiendo. No está solo. Un escalofrío recorre mi espalda cuando la verdad se revela en sus últimas palabras.

—Se han aliado con ustedes —susurro, mi voz apenas audible, pero cargada de una furia contenida.

Desde las sombras, la risa del cazador resurge, burlándose de mi incredulidad.

—Así es, lobo. Ellas también quieren que su raza deje de existir. Disfruta tus últimos momentos con tu pequeña luna.

El veneno de su advertencia se filtra en mi sangre, encendiendo una furia incontrolable. Mis puños se cierran con fuerza, y mis garras amenazan con emerger.

—No dejaré que le hagan daño —gruño, con una convicción que arde como un fuego inextinguible en mi interior—. La protegeré, como no pude hacerlo con mis padres.

El cazador no responde. Su figura desaparece por completo, llevándose consigo el eco de su risa. Sin perder un segundo, me doy la vuelta y corro hacia el castillo. Cada paso es un latido acelerado, cada inhalación un recordatorio de lo que está en juego.

Las puertas de madera del castillo se abren de golpe cuando las atravieso con un empujón. Alexander, mi mano derecha, aparece al instante, alerta y desconcertado por mi repentina entrada. Sin darle tiempo para preguntar, lo sujeto de la camisa y lo acerco hacia mí, mirándolo directamente a los ojos.

—Un cazador entró en nuestras tierras, Alexander —escupo las palabras, dejando que el peso de la amenaza se sienta en cada sílaba—. Las brujas lo ayudaron. Encuentra a la bruja responsable y acaba con ella.

El rostro de Alexander se endurece, pero asiente con determinación.

—Entendido, mi rey.

Lo suelto con un movimiento brusco, pero mi orden no ha terminado.

—Quiero una barrera alrededor del territorio. Que ningún humano pueda entrar sin que lo sepamos.

Alexander asiente nuevamente, pero esta vez puedo ver la preocupación en su mirada. No necesito que hable para saber lo que está pensando.

—Y otra cosa —añado, mi voz bajando un tono, pero sin perder firmeza—. Quiero guardias custodiando a Asterin día y noche. Si respira, quiero saberlo.

Él no cuestiona la orden. Con un movimiento rápido, sale de la habitación, dejando un vacío de silencio tras de sí. Mis pasos, en cambio, me llevan hacia el ala este del castillo, donde sé que mi pequeña luna me espera.

Cuando abro la puerta de su habitación, un aroma suave y familiar llena el aire: una mezcla de frutos rojos y menta que siempre asocio con ella. Allí está, dormida plácidamente en su cuna, con las mantas bordadas envolviéndola como si fueran una extensión de mi abrazo.

Me acerco despacio, cuidando que mis pasos no rompan la paz de este momento. Me arrodillo junto a ella, observando su pequeño rostro iluminado por la tenue luz que entra desde la ventana.

Con cuidado, rodeo su cuerpo diminuto con mis brazos, atrayéndola hacia mí. Mi promesa se convierte en un juramento silencioso, uno que el universo entero escuchará si es necesario.

—Te protegeré siempre, mi pequeña luna.

17 años después..........

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