El camino se me hizo eterno, los nervios amenazaban con hacerme perder la cabeza y la culpa me comía el alma con cada segundo que el auto se deslizaba por las frías calles de la Seattle. Sentía las lágrimas pesadas en mis ojos pero me negaba a dejarlas salir.
Me repetía una y mil veces que estaba haciendo estó por mi hija, para salvaguardar su vida, alejarla de toda la mierda que rodeaba a Damián, y quizás él no me lo perdonaría nunca pero debía entender que estó era lo mejor. Me lo repetía para no dar la vuelta e irme de regreso a sus brazos.
No podía evitar sentir como sí en esa casa hubiera dejado la mitad de mi corazón, sus palabras no paraban de retumbar mi cabeza, la vehemencia con lo que me pidió aquello aún estando en medio de la inconsciencia realmente me hacía sentir la peor escoria del mundo.
No obstante mi otro yo -ese que me motivaba a seguir adelante- me repetía, me gritaba para qué recordase que se lo pedí muchas veces, le suplique irnos de allí y aún así él siguió impo