Aria despertó, cuando el sol estuvo más alto en el cielo y el rayo de luz se filtró entre las cortinas y chocó en su rostro. Parpadeó varias veces antes de ubicarse: la habitación amplia, el aroma leve a madera, el silencio cómodo… la casa de Demian. Su cuerpo aún estaba enredado entre las sábanas tibias, y el brazo de él reposaba, pesado y firme sobre su cintura.
Se movió apenas para estirar los dedos y él abrió los ojos, como si hubiera estado esperándola.
—¿Aún no anochece? —murmuró, con esa voz grave que siempre la desarmaba un poco.
—Buen día —respondió Aria, medio ronca, medio tímida.
—Creo que has logrado descansar bien —comentó él, retirando el brazo para incorporarse un poco.
—No sabía que lo necesitaba tanto —admitió, acomodándose el cabello.
Demian sonrió de costado, ese gesto breve que usaba para decirle “estoy acá” sin palabras.
—¿Tienes hambre? —preguntó él, estirándose—. Porque yo sí.
—Un poco.
—Alistate y yo te preparo algo.
Aria salió detrás de él y entró a la primera