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Capítulo 2 - Bajo el mismo techo

La madrugada había caído sobre Tampa y las luces de Blue Heaven se apagaron una a una. 

Afuera, el aire húmedo olía a sal, arrastrado por la brisa del mar. Rowan cerró la puerta con dos vueltas de llave y le pasó un brazo por los hombros a Aria, como quien protege algo que es suyo.

El trayecto en el coche fue silencioso. Rowan conducía con la vista fija en la carretera y una mano firme en su muslo, posesiva, aunque Aria lo sentía como un gesto de compañía. Ella miraba por la ventana, repasando mentalmente la discusión con Martina. Todavía la veía como una niña, y verla entrar al bar con amigas le había hecho hervir la sangre.

—No deberías alterarte tanto —dijo Rowan, rompiendo el silencio—. Parecías una madre regañando a su hija.

Aria suspiró.

—Es que para mí sigue siendo esa niña de nueve años. Rowan… tú estabas allí. ¿Recuerdas? Cuando nos quedamos solas, tú y tus padres nos acogieron.

Él desvió la mirada un instante, sus facciones endureciéndose.

—Lo recuerdo. Y también recuerdo que tu hermana creció rodeada de mi familia, bajo el mismo techo. Mi madre sigue cuidando de ella como si fuera su propia hija. No puedes esperar que se quede para siempre bajo tu sombra.

Aria apretó los labios. Lo sabía. Martina tenía diecinueve, pero a veces su reflejo le devolvía la imagen de aquella niña pequeña que se escondía detrás de ella en el funeral. Era difícil soltar esa imagen.

Rowan no insistió más. Aceleró un poco, como queriendo dejar atrás el tema.

Llegaron al apartamento en pocos minutos. Era amplio, de techos altos, decorado con muebles de cuero y madera oscura. Hacía dos años que vivían allí, desde que el padre de Rowan se los había entregado como regalo de compromiso. Antes de eso, Aria y Martina habían pasado casi una década viviendo con los Doyle, como si fueran parte de la familia.

La madre de Rowan aún cuidaba de Martina, y Aria se consolaba pensando que al menos estaba en buenas manos.

La otra parte de la familia, Emily Doyle, la hermana menor de Rowan, había seguido un rumbo distinto: casada hacía siete años con un canadiense, vivía actualmente en Toronto con sus dos hijos pequeños y estaba esperando el tercero. Aunque estaba lejos, Emily llamaba seguido, sobre todo para preguntar por sus chicas Whitmore, como todavía las llamaba.

Aria colgó el abrigo y se dejó caer en el sofá. Rowan fue a la cocina y regresó con dos copas de vino.

—Lo hiciste bien esta noche —dijo, entregándole una.

Ella arqueó una ceja, sorprendida.

—¿Lo hice bien? Solo discutí con mi hermana y corrí de un lado a otro con copas.

Él negó despacio.

 —Aria, eres el alma del Blue Heaven. Cuando mi padre murió pensé que todo iba a venirse abajo, pero estabas tú. Siempre has estado tú.

El nudo en la garganta le llegó de golpe. Recordó aquellas noches en la casa Doyle: el padre de Rowan bromeando con ellas en la mesa, su madre sirviendo más postre a Martina, Emily contándole secretos de adolescente. Rowan estaba allí, también, un refugio entre tanto vacío.

—Yo también pensé que todo se iba a derrumbar —confesó ella—. Pero me encontraste y nunca me sentí sola.

Rowan tomó su mano, la apretó con firmeza y se inclinó a besarla. El sabor del vino y la calidez del gesto la envolvieron. No había duda en su corazón: lo amaba, incluso esa rigidez suya, esa manera de vigilarla y protegerla como si fuera un tesoro.

Cuando se separaron, él le acarició la mejilla.

—Prométeme algo, Aria. —Ella lo miró atenta—. Prométeme que nada, ni nadie te apartará de mí.

Ella sostuvo su mirada, sin dudar.

—Nunca lo haría.

En ese instante lo creyó.

Creyó que su amor era lo único sólido, el refugio que había esperado desde que perdió a sus padres. El eco del piano en Blue Heaven volvió a cruzar su mente, pero lo empujó lejos. Había aprendido a callar esos recuerdos.

Rowan sonrió satisfecho, como si esa promesa bastara para sellar el futuro.

Aria se levantó para dejar la copa en la mesa y Rowan la siguió con la mirada. Cuando ella se dirigió a la cocina, él también se incorporó.

—No cenaste nada —le dijo, abriendo la nevera.

—Tampoco tú —respondió Aria, intentando sonar ligera.

Rowan sacó algunos ingredientes con movimientos decididos. Pan, queso, un poco de jamón curado.

—Te haré un sándwich. —No lo preguntó; simplemente lo afirmó, como si esa pequeña orden cerrara la conversación.

Aria apoyó los codos en la mesada y lo observó preparar todo con precisión. Sabía que podía hacerlo ella misma, pero en esos gestos mandones había un cariño que siempre la desarmaba. Lo mismo hacía su padre: decidía qué comerían, a qué hora se dormirían, y ella lo interpretaba como protección. Rowan había ocupado ese lugar sin que ella lo advirtiera.

—¿Recuerdas la primera noche que dormimos en tu casa? —preguntó Aria en voz baja.

Rowan detuvo el movimiento de cuchillo un instante.

—Claro que sí. Tenías los ojos hinchados de llorar. Martina no soltaba tu mano.

Aria cerró los ojos y el recuerdo la invadió. 

Tenía diecinueve, desbordada de dolor, con una hermana pequeña que no comprendía nada. La señora Doyle la arropó en un cuarto que olía a lavanda, mientras Rowan le ofrecía un vaso de agua sin decir palabra. Solo se quedó allí, sentado en el suelo, hasta que ella logró dormirse. Esa noche comprendió que podía confiar en él.

Abrió los ojos y lo encontró frente a ella, tendiéndole un plato.

—Aquí tienes. Come.

Ella obedeció, con una sonrisa tímida.

Comieron en silencio. A Aria le sorprendía cómo los momentos más simples con Rowan podían llenarla de paz. A veces sentía que todo su amor nacía de esas pequeñas cosas: un sándwich a medianoche, una mano firme en su muslo mientras conducía, una promesa arrancada en un susurro.

El teléfono vibró en la mesa. Aria lo tomó sin mirar, pero Rowan le indicó con la cabeza.

—Es de Emily. Contesta.

Ella dudó. Siempre le costaba hablar con la hermana de Rowan; había algo en su forma de observar a la distancia que la hacía sentir expuesta. Aun así, deslizó el dedo y respondió.

—¿Emily?

La voz cálida de la mujer sonó desde Canadá.

—¡Aria! Perdona la hora, olvidé la diferencia. ¿Los desperté?

—No, recién llegamos del bar —contestó, buscando sonar animada.

Escuchó risas infantiles de fondo. Emily bufó, divertida.

—Los niños no quieren dormir. Y con el bebé que viene en camino, estoy agotada. Pero quería saber cómo estabas. ¿Martina sigue estudiando?

Aria sintió un pinchazo.

—Sí, está bien… aunque insiste en comportarse como adulta antes de tiempo.

Emily rió con suavidad.

—Me recuerda a ti. Rowan solía decir que tenías fuego en la sangre y que nadie podía detenerte. —Hizo una pausa—. Dime, ¿sigue siendo tan sobreprotector como siempre?

Aria dudó. Miró de reojo a Rowan, que la observaba con una ceja arqueada, atento a cada palabra.

—Es… Rowan. —Sonrió forzada—. No ha cambiado.

—Me alegra oírlo —dijo Emily con ternura—. Cuídalo, ¿sí? Y cuida de ti.

Cuando colgó, Aria dejó el teléfono sobre la mesa con un suspiro. Rowan se inclinó y la besó en la frente.

—Sabes que Emily siempre se preocupa de más.

Ella asintió, aunque algo en el tono de su cuñada había removido un rincón incómodo en su pecho.

Rowan recogió los platos y apagó las luces.

—Vamos a dormir. Mañana será otro día.

En el dormitorio, mientras se acurrucaba contra su pecho, Aria pensó en lo extraño que era tener dos vidas al mismo tiempo: una donde era la mujer fuerte que mantenía a su hermana, y otra donde era simplemente la prometida de Rowan Doyle, protegida bajo su sombra.

Eligió quedarse con esa segunda. Al menos, por ahora.

Su lugar de descanso olía a madera encerada y al perfume intenso de Rowan. Él se quitó la chaqueta y la dejó sobre la silla, mientras Aria se sentaba en el borde de la cama observando el espacio que había aprendido a llamar suyo.

Sobre la cómoda, junto a una vieja foto de su padre en el Blue Heaven, había un reloj de bolsillo. Rowan lo había heredado y lo colocaba siempre allí, como si cuidara de ambos desde el más allá.

Aria lo tomó entre las manos, acariciando la superficie fría del metal.

—¿Lo usaba siempre? —preguntó.

Rowan asintió, quitándose los zapatos.

—Decía que un hombre que pierde la noción del tiempo está perdido.

Aria sonrió.

—Me gusta pensar que nos sigue mirando.

Rowan se acercó y le arrebató el reloj con suavidad, devolviéndolo a su lugar.

—Nos mira a través de mí. Yo me encargo de que todo siga en pie, Aria.

Ella bajó la vista. Había algo absoluto en sus palabras, algo que la envolvía como un juramento. Y, aun así, ese tono de certeza era lo que siempre la había hecho sentirse a salvo.

Se metieron en la cama. Rowan apagó la lámpara de la mesita, dejando la habitación en penumbra. Aria buscó el calor de su pecho, escuchando el latido fuerte bajo su oído. Él pasó un brazo alrededor de su cintura, atrayéndola aún más.

—Descansa. Mañana será un día largo —murmuró él.

Aria cerró los ojos. Pensó en Martina, en Emily con sus niños en Canadá, en el piano del Blue Heaven que llevaba un año en silencio. Sintió que su vida estaba hecha de piezas que encajaban alrededor de Rowan, como si todo lo demás fuera secundario.

Quizás había cosas que no entendía del todo, vacíos que prefería no mirar de frente. Pero mientras él la sostuviera así, con firmeza, podía creer que estaba completa.

Y se durmió con esa certeza, abrazada a la sombra y a la luz de un mismo hombre.

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