Alejandro respondió con indiferencia:
—Entonces que se haga cargo ella misma de su desastre. Sin la familia Valdés, esa señorita no es nadie.
En ese momento, sonó el teléfono fijo de la oficina.
Alejandro contestó, y del otro lado se escuchó la voz de recepción:
—Señor Rivera, hay una señorita que dice venir de parte de la familia Valdés. Quiere verlo.
Al escuchar que era Sofía, Alejandro se recostó contra el sillón con una sonrisa fría:
—Déjala subir.
—Sí, señor.
La recepcionista colgó.
Muy pronto, Lola Hernández subió. Llevaba un vestido blanco de gasa que se parecía mucho al de Mariana. Al abrir la puerta, vio a Alejandro concentrado en los documentos.
Él ni siquiera levantó la vista antes de soltar con sarcasmo:
—¿Qué pasa? ¿Viniste a rogarme?
—Señor Rivera… soy yo, Lola.
Al escuchar que no era Sofía, Alejandro frunció el ceño.
Efectivamente, la voz que había escuchado era de Lola.
Ella bajó la cabeza, nerviosa y con las mejillas sonrojadas:
—Señor, yo…
—¿Quién te dejó que vinieras