La maleta de Sofía, sin que ella se diera cuenta, ya había sido abierta por aquella mujer de mediana edad.
Al ver la escena, Sofía frunció el ceño:
—¿Qué estás haciendo?
La otra, al verla llegar, mantuvo intacta su actitud prepotente:
—Voy a rescindir el contrato contigo. Desde ahora, ya no puedes vivir en esta casa.
Sofía soltó una risa incrédula ante semejante descaro:
—He pagado la renta. ¿Con qué derecho me sacas?
—Con el derecho de ser la dueña. Si yo digo que no te quedas, entonces tienes que largarte.
El rostro de la casera se tensó con un gesto agrio y venenoso:
—Esta casa es un lugar decente. No puedo permitir que alguien como tú se instale aquí. Si después los próximos inquilinos se enferman, ¿qué hago yo? ¿A quién se la alquilo?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué enfermedad?
—No te hagas la inocente. Todo el vecindario sabe lo tuyo. Apenas llegaste y ya recibiste a tres tipos. ¿Quién me asegura que mañana no vas a traer aquí toda la porquería del mundo?
Las palabras de la cas