Alejandro siguió con la mirada la dirección desde la que había volado el volante, y como lo sospechaba, aún se alcanzaba a ver una esquina rasgada colgando del tablón de anuncios.
Su rostro se ensombreció de inmediato.
—A-Alejandro… seguro fue un malentendido —balbuceó Mariana, la voz apenas un susurro.
Él no respondió. Solo alzó el volante y se lo puso enfrente, justo a la altura de los ojos de ella.
—Tú sabías, ¿verdad?
Alejandro no era ningún ingenuo. Desde el inicio, la manera en que Mariana había defendido a esas dos ya le había dado todas las señales.
Ella bajó la mirada, mordiéndose el labio.
Él asintió, como si la confirmación silenciosa le doliera más que las palabras.
—Me decepcionaste, Mariana.
Con eso, Alejandro se dio media vuelta, el volante aún arrugado en su mano.
—¡Alejandro! —intentó detenerlo.
Pero el secretario Javier se interpuso, cortándole el paso con educación firme.
—Señorita García, por favor, quédese aquí.
Y tras eso, siguió a su jefe en silencio.
Bajaron los