La madrugada cubría Moscú con su manto de nieve, pero en el último piso del Petrov Palace, el invierno no estaba afuera… estaba en la voz de Mikhail Baranov.
La oficina parecía más un templo que un despacho: muebles de caoba oscura, cortinas pesadas, y al fondo, una enorme pintura del Kremlin, como si incluso el poder político ruso respondiera a él desde la pared. La luz era tenue, pero suficiente para que todos los presentes sintieran cada sombra como una amenaza. Allí estaban sentados los siete hombres más poderosos de Rusia, ministros, generales, empresarios con fortunas imposibles de rastrear. Y sin embargo, en ese momento, todos parecían pequeños frente a Mikhail. Él permanecía de pie, detrás de su escritorio, con las manos cruzadas detrás de la espalda y los ojos clavados en cada uno de ellos. Esos ojos azules, gélidos, imperturbables, no buscaban respuestas… exigían obediencia. —¿Y bien? —preguntó al fin, su voz grave rompiendo el silencio como un disparo seco—. ¿Alguien va a decirme por qué Alexandra Morgan está en mi ciudad… sin mi consentimiento? El general Smirnov carraspeó, incómodo. —No teníamos motivos para rechazar su entrada, Mikhail. Ella no llegó con armas ni con una agenda política. —¿No? —interrumpió él, lento—. ¿Una de las herederas del imperio Morgan instala su base en Moscú y ustedes creen que ha venido por turismo? El silencio se espesó como una tormenta que nadie se atrevía a nombrar. —Se presentó como una empresaria legítima —agregó uno de los empresarios, ajustando su corbata con los dedos sudorosos—. Todo está… legalmente en orden. Mikhail caminó alrededor de su escritorio, despacio. Su elegancia era intimidante. Cada paso suyo era como una sentencia silenciosa. Se detuvo frente al ministro de Finanzas, que evitó su mirada. —Dime algo, Igor… ¿Desde cuándo dejamos que la ley dicte quién entra a Moscú? —Desde nunca —murmuró el hombre, bajando la cabeza. —Exacto —respondió Mikhail—. Nosotros somos la ley. Golpeó el escritorio con la palma abierta. Seca. Precisa. —Y ustedes… ustedes permitieron que esa mujer se instale en el corazón de mi ciudad como si fuese dueña de algo. Organizó una gala, atrajo cámaras, diplomáticos, oligarcas. Se presentó como si el mundo le perteneciera y ustedes... —hizo una pausa, su mirada azul cortando como hielo— ustedes aplaudieron. —Temimos crear un conflicto con Inglaterra —dijo alguien desde el fondo. Mikhail giró lentamente la cabeza. —Yo no temo conflictos. Los provoco. Volvió a su lugar, se sentó con calma, y dejó que el peso del silencio volviera a aplastarlos. Su presencia era insoportable. Nadie respiraba profundo. Nadie se atrevía a moverse sin su permiso. —¿Alguien aquí sabe por qué realmente está en Moscú? —preguntó, más suave, como si la calma fuera aún peor que la furia. Nadie respondió. —Entonces, escuchen bien —continuó, con un tono que parecía recitar una profecía—. No me importa si vino por negocios, por nostalgia o por venganza. No me importa cuántos tratados firmó su padre ni cuán legales sean sus documentos. Esta ciudad tiene un dueño. Y no se llama Alexandra Morgan. Abrió un cajón. Sacó una caja de madera pequeña, la colocó sobre el escritorio y la abrió. Dentro, una pieza de ajedrez: la reina blanca. —En este tablero, ella ha decidido empezar jugando como reina. —Levantó la figura, la giró entre sus dedos—. Interesante elección. De pronto, lanzó la pieza al suelo. El sonido del marfil rompiéndose contra el mármol resonó como un disparo. —Pero aquí, la reina no es la que manda. Aquí, el rey devora primero. Todos bajaron la mirada. Solo un hombre se atrevió a hablar: Dmitry Vasiliev, el jefe de seguridad del Kremlin, leal a Mikhail desde los días más crudos. —¿Qué ordena, señor? Mikhail sonrió por primera vez. Fría. Imperturbable. Peligrosa. —Quiero información. Todo. Con quién habla, dónde duerme, qué come, a quién mira. Morgan Enterprises, sus conexiones en Europa, sus cuentas. Quiero conocerla mejor que a mí mismo antes de que vuelva a pestañear. Y si hace un movimiento en falso… Se inclinó hacia adelante. Su voz se volvió un susurro, pero todos escucharon. —...entonces que Moscú le muestre lo que hacemos con las flores que intentan echar raíces en territorio de lobos. Dmitry asintió. Los demás, temblorosos, también. —Y una cosa más —añadió Mikhail, mientras encendía un cigarro con calma absoluta—. Si alguno de ustedes decide jugar a dos bandos, no se moleste en buscar asilo. Ni en Inglaterra… ni en el infierno. Las últimas palabras quedaron suspendidas en el aire mientras el humo se elevaba como un presagio. En ese mismo instante, al otro lado de la ciudad, Alexandra Morgan observaba la ciudad desde el balcón de su habitación. Moscú, brillante y helada, parecía desafiarla a cada segundo. Natalia apareció con una bandeja de té. —¿Está todo bien, Alex? — Fue la pregunta de Natalia. Alexandra sonrió apenas, sin despegar la vista del horizonte. — Sí, solo estoy pensando. — Más que tu asistente Alexandra, soy tu amiga, no juegues con fuego, y Mikhail Baranov es el Rey del Inframundo. — Él es el que está molesto conmigo, pertenecemos a mundos distintos Natalia, él es un Poderoso líder de la Mafia, yo soy la CEO de una Empresa. — Mikhail Baranov se siente amenazado por ti. — Eso no tiene sentido Natalia, más allá de todo es mil veces más peligroso que yo. — Está bien Alexandra, pero solo te digo esto, ten cuidado.