La mansión Orlova, restaurada con una precisión milimétrica, resplandecía entre mármol y cristal como si la historia misma hubiese sido lavada de sangre para convertirse en arte. El eco de violines flotaba en el aire, y cada rincón brillaba bajo una coreografía de luces suaves que hacían olvidar, por un instante, que afuera el invierno azotaba Moscú con rabia.
Alexandra Morgan descendió la escalera de mármol lentamente, con la elegancia silenciosa de una reina que no necesitaba corona. Vestía un diseño en rojo sangre, espalda descubierta, con detalles finos de encaje francés que insinuaban más de lo que mostraban. Su postura era firme, cada paso calculado, y sus labios pintados del mismo rojo que su vestido eran una promesa de que ninguna palabra saldría de su boca sin propósito. —La realeza inglesa ha llegado a Moscú —susurró uno de los invitados, hipnotizado. Pero los murmullos cesaron de golpe cuando la gran puerta de roble se abrió. Mikhail llegó sin anunciarse, como un eclipse. Todo se volvió silencio cuando cruzó las puertas. Alexandra, al otro extremo del salón, giró despacio. Sus miradas se encontraron. Un segundo, dos. Y bastó con eso. Él no sonrió. Ella tampoco. Mikhail Baranov no necesitó anunciar su entrada. Su sola presencia absorbió la atención de la sala como si el aire mismo reconociera al verdadero poder. Traje negro, guantes de cuero en la mano izquierda, y una mirada que parecía perforar la arquitectura. No saludó. No sonrió. No lo necesitaba. Los asistentes se apartaron a su paso, no por cortesía, sino por miedo. Alexandra lo vio desde la distancia. Y aunque su pulso se alteró apenas un segundo, no se permitió parpadear. Mikhail caminaba directo hacia ella como si cada baldosa le perteneciera. —Señor Baranov —saludó ella cuando él estuvo frente a frente—. Es un honor tenerlo esta noche. Aunque me han hablado mucho de usted, pensé que esta noche no tendría el honor de conocerlo personalmente. Su tono era sereno. Su voz firme. No bajó la mirada. No inclinó la cabeza. Tampoco sonrió, pero su presencia irradiaba hospitalidad… sin servilismo. Mikhail la observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. En sus ojos, el azul cielo encontró por primera vez algo que no pudo dominar de inmediato. —Señorita Morgan —dijo al fin, su voz grave como un trueno contenido—. Su reputación la precede. —Espero que para bien —replicó ella con una inclinación apenas perceptible. —Eso depende —respondió él, con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Moscú no está acostumbrada a recibir flores extranjeras sin raíces. —Las rosas también crecen en invierno —dijo Alexandra sin perder el ritmo—. Y esta ciudad tiene terreno fértil... si se sabe cómo sembrar. Un silencio cargado se instaló entre ellos. No había insultos, pero cada palabra era un movimiento en un tablero que ninguno estaba dispuesto a ceder. —¿Quién la ha autorizado? —preguntó él, sin rodeos. —Mi familia tiene tratados comerciales con empresas rusas desde hace décadas. Morgan Enterprises se ha expandido legalmente. Estoy aquí como empresaria, no como invasora. —Toda expansión tiene un precio —dijo él, acercándose apenas un paso más, invadiendo su espacio con una sutileza amenazante. —Y toda amenaza… tiene consecuencias —replicó ella, manteniendo su postura, sin retroceder. Por un segundo, el tiempo pareció congelarse. Dos imperios, frente a frente. Él, forjado entre la sangre y el acero. Ella, nacida en la cima pero curtida por la disciplina del poder legítimo. Fue él quien se apartó primero, apenas girando la cabeza. —Tenga cuidado, señorita Morgan. Moscú no es amable con los que no conocen sus reglas. —Yo no vine a ser amada, señor Baranov —dijo ella con calma—. Vine a trabajar y enaltecer el Imperio de mi Familia. Él la miró una última vez antes de retirarse hacia la barra, donde su escolta personal lo esperaba. Natalia, que había estado cerca, se acercó rápidamente a Alexandra con los ojos desorbitados. —¡Dios, Alex! Es el mismísimo Baranov. ¿Sabés que dicen que si él pronuncia tu nombre completo, estás acabada? —Entonces que practique mi pronunciación —respondió ella, volviendo a mirar en la dirección de Mikhail. Pero lo que vio la hizo fruncir apenas el ceño. Él también la estaba observando. Desde el otro lado del salón, entre copas de cristal y diplomáticos encorbatados, Mikhail Baranov tenía los ojos puestos en ella como un cazador estudiando a una criatura que no entiende… pero que le fascina. Alexandra se obligó a mirar hacia otro lado. No le daría más de lo que él buscaba. Pero por dentro, supo una cosa: Mikhail no estaba acostumbrado a sentirse amenazado. Y ella, sin haberlo planeado, acababa de convertirse en su desafío más incómodo.