El amanecer en Moscú no era suave. No se deslizaba como en otras ciudades. Aquí, el sol emergía con fuerza, como si tuviera que abrirse paso entre acero, concreto y recuerdos helados. Las cúpulas doradas del Kremlin destellaban a lo lejos mientras los tejados aún exhalaban humo. Era una ciudad que nunca dormía del todo, pero que a esa hora, justo antes de las ocho, parecía contener la respiración.
El Restaurante Sokolov, en el piso treinta y cuatro de un rascacielos que miraba al río Moskva, era un santuario de lujo y poder. El mármol blanco brillaba bajo la luz natural que comenzaba a filtrarse por las cristaleras. En sus mesas, las conversaciones no eran triviales. Aquí se cerraban alianzas, se forjaban imperios, se sellaban pactos que rara vez se escribían en papel. Alexandra Morgan llegó con puntualidad inglesa. Llevaba un conjunto beige claro de corte clásico, con detalles en marfil que realzaban el tono cálido de su piel. Su cabello, cuidadosamente suelto, caía sobre sus hombros como seda negra. No usaba joyas ostentosas; solo unos discretos pendientes de perlas y un anillo de zafiro que una vez fue de su madre. Pero lo que realmente cautivaba no era su vestuario. Era su porte. Su forma de caminar. Su forma de estar. Tenía esa presencia que no podía fabricarse: nacía de una vida forjada en tradición, poder y control emocional. Y cuando sonreía, como lo hizo en ese momento al saludar a su socio, el ambiente entero se suavizaba. No era una sonrisa forzada ni de cortesía; era una sonrisa genuina, entrenada, capaz de convencer sin suplicar. —Señor Antonov —saludó con elegancia, ofreciéndole la mano—. Gracias por aceptar un desayuno tan temprano. El hombre, un magnate del acero con más de tres décadas de experiencia en negocios rusos, se levantó al instante. —Por una Morgan, uno desayuna hasta en Siberia —bromeó, encantado—. Usted brilla más que este lugar. Ella sonrió, diplomática, mientras tomaba asiento. El desayuno comenzó con café fuerte, jugo de granada y croissants aún tibios. Desde el área VIP, separada por paneles de cristal oscuro y ubicada en una leve elevación que permitía ver toda la sala principal sin ser visto, Mikhail Baranov observaba en completo silencio. Él no venía a Sokolov por la comida. Venía por el control. Y ese control, en ese instante, tenía nombre y apellido: Alexandra Morgan. Vestido con un traje azul marino a medida, sin corbata y con la camisa ligeramente abierta al cuello, Mikhail parecía haber nacido para esa atmósfera de discreta sofisticación. Tenía un café sin tocar frente a él y un informe sobre la mesa, abierto solo por cortesía. Lo ignoraba. Sus ojos azules, intensos como el hielo bajo la luna, estaban fijos en ella. No la miraba como un hombre observa a una mujer. La miraba como un estratega observa a una amenaza que no termina de entender. Había algo que lo desconcertaba. Alexandra no actuaba como una provocadora, ni como una espía, ni siquiera como una oportunista. Se movía con la gracia de alguien que sabe quién es y no necesita demostrarlo. Y su sonrisa… La había visto sonreír tres veces en ese desayuno. Cada vez distinta, cada vez precisa. Una para saludar, otra para persuadir, otra para escuchar. Era una orquestadora natural del lenguaje no verbal. Y aún así, Mikhail lo sentía: no era fingido. No era actuación. Esa mujer creía en lo que decía. Eso era más peligroso que cualquier disfraz. —Está más tranquila de lo que esperaba —dijo Dmitry, sentado frente a él, revisando los datos en una tablet. —Porque no vino a declarar guerra —respondió Mikhail sin apartar la vista—. Vino a plantar una bandera... y a sonreír mientras lo hace. —Quiere que la saquemos de Moscú? Mikhail no respondió de inmediato. Apretó la mandíbula y finalmente, con calma, tomó un sorbo de su café. —No. Aún no. Un movimiento en falso y pareceríamos inseguros. Y yo no soy inseguro —dijo con voz baja—. Quiero observarla. Y quiero que ella sepa que la estoy observando. Dmitry asintió. —¿Desea que intervenga en el desayuno? —No —dijo Mikhail, con una media sonrisa peligrosa—. Ella está jugando ajedrez. No pongamos nuestras piezas en la mesa aún. Mientras tanto, en la sala principal, Alexandra bebía su café con gracia. —Le confieso algo, señor Antonov —dijo con voz suave—. Cuando llegué a Moscú, sabía que sería observada. No sabía cuán intensamente. —¿Recibió alguna advertencia? —No. Pero no la necesito —dijo, dejando la taza con elegancia—. Sé en qué territorio estoy. No vine a desestabilizarlo, vine a invertir en él. Si Moscú lo permite. Antonov la miró con atención. —Y si no lo permite… Alexandra lo miró con serenidad. Pero en sus ojos había un brillo peligroso. —Entonces… me adaptaré. No vine con espada. Pero tampoco vine con miedo. Mikhail observó ese gesto. Esa pequeña tensión en los labios de Alexandra. Ese matiz de firmeza bajo la cortesía. Y por primera vez… no supo si quería expulsarla o entenderla. La reunión finalizó con un apretón de manos y la promesa de una futura colaboración. Alexandra se puso de pie y, sin mirar hacia el área VIP, dijo algo en voz baja a Natalia. —Nos vamos. Ya nos vieron suficiente por hoy. Pero justo antes de salir, en un gesto sutil pero perfectamente intencionado, giró ligeramente el rostro hacia la elevación oscura donde sabía que estaban los ojos del poder. Sus miradas se cruzaron. No más de dos segundos. Pero fue suficiente. Mikhail no parpadeó. Alexandra tampoco. Y en ese instante, ambos supieron que el tablero seguía en juego… pero ya no era solo una guerra de poder. Era también un duelo de almas.