La nieve comenzaba a posarse suavemente sobre los ventanales del restaurante. Dentro, la calidez del lugar contrastaba con el frío exterior. El restaurante, discreto pero elegante, mantenía una atmósfera íntima gracias a la tenue luz de las lámparas colgantes y al murmullo contenido de los pocos comensales. En una de las mesas del fondo, Antonov ya estaba sentado. El hombre, de porte impecable y mirada curtida, revisaba distraídamente la carta de vinos. No necesitaba leerla; conocía cada etiqueta. Era un gesto para matar el tiempo, para disimular la inquietud.
A las 13 en punto, tal como se había pactado, la puerta giratoria del restaurante se abrió. El aire helado se coló por un instante, pero fue rápidamente sustituido por la presencia de ella.
Alexandra Morgan.
El tapado rojo que llevaba la envolvía como un secreto bien guardado. Caminaba con seguridad, cada paso firme y elegante, sin titubeos, como si el mundo se organizara a su paso. Su rostro, enmarcado por el cabello oscuro rec