En lo más alto de la torre Baranov, donde el cielo y el poder parecían entrelazarse, la oficina de Mikhail respiraba un orden casi absoluto. Las cortinas oscuras apenas permitían el paso de la luz natural, como si hasta el sol tuviera que pedir permiso para entrar.
Sentado tras un escritorio de mármol negro, Mikhail revisaba unos documentos con la precisión quirúrgica que lo caracterizaba. Vestía de negro de pies a cabeza: camisa de seda, chaqueta a medida, pantalones italianos. Hasta sus zapatos brillaban como su reputación: intocables.
Sobre su rostro, unas gafas oscuras ocultaban el azul glacial de sus ojos, aunque todos sabían que no necesitaba mirar para intimidar. Su sola presencia bastaba. Su sola respiración bastaba.
No hablaba, no parpadeaba. Solamente leía.
Hasta que la puerta se abrió con un golpecito discreto.
— ¿Puedo pasar? —preguntó Viktor con voz neutra.
Mikhail no respondió. Solo alzó levemente el mentón, dándole permiso. Viktor entró. Traía un sobre en la mano