La mansión Dubrovskaya estaba silenciosa, envuelta en una calma que no presagiaba nada bueno. Veronika caminaba por el amplio pasillo con paso elegante, el eco de sus tacones resonando con una cadencia firme. Iba vestida con un conjunto carmín ceñido, con los labios del mismo color, su mirada delineada con precisión. Estaba lista para salir. El chofer ya la esperaba.
Pero al doblar hacia el vestíbulo principal, la figura de su padre la detuvo en seco.
—¿Papá? —su voz fue suave, pero sorprendida—. No esperaba verte aquí.
Vadim Dubrovskaya estaba de pie junto al ventanal, mirando hacia los jardines perfectamente recortados. Llevaba puesto el abrigo gris claro, y en sus ojos se notaba una severidad que Veronika no tardó en identificar. Aquella expresión no le era ajena; había crecido viéndola cada vez que su padre enfrentaba una guerra en los negocios… o cuando estaba a punto de iniciar una.
Vadim se giró lentamente, su rostro serio, casi inexpresivo. Veronika sintió un escalofrío re