La noche aún no había abandonado por completo el cielo cuando el automóvil negro blindado cruzó los portones de hierro forjado de la Villa Baranov, ubicada en los límites de Rublyovka, la zona más exclusiva y resguardada de toda Rusia.
La villa era mucho más que una residencia. Era una fortaleza oculta bajo el diseño de una obra de arte arquitectónica: paredes de piedra natural traídas desde el Cáucaso, vitrales diseñados por un artista francés, columnas talladas por manos italianas y un jardín central que reproducía con exactitud un esquema imperial de San Petersburgo. A la vista del mundo, era una joya del lujo excéntrico. Para los que sabían mirar con atención, era una señal: nadie tocaba esa casa sin permiso del diablo.
El vehículo se detuvo en la entrada principal. Las puertas se abrieron con precisión coreografiada. Mikhail descendió con su habitual elegancia, quitándose los guantes de cuero negro sin apuro, cuando una figura femenina emergió desde el interior de la casa con pri