La misma noche
Málaga
Iván
Alguien dijo una vez que las mujeres son un misterio indescifrable… y no puedo estar más de acuerdo. Un enigma que ningún hombre ha logrado descifrar del todo. Crees que las entiendes, y de pronto una palabra inocente las enciende como fuego. Otras veces, dices lo que crees que quieren oír… y lo único que obtienes es silencio, o peor, una mirada que te congela hasta los huesos. Y está el tercer escenario: ser ignorado. Eso, créeme, es el golpe más certero que pueden darte.
Por eso aprendí algo: nunca des nada por seguro. Prepárate siempre para el peor desenlace, porque con ellas no hay reglas fijas. No hay manual, no hay patrón, y mucho menos segundas oportunidades. Y sin embargo… aquí estoy, con el vaso en la mano, mirándola como un idiota, sintiendo que ese misterio frente a mí podría empeorar mi noche o hacerla especial.
Finalmente deja escapar su voz y se cruza de brazos.
—Depende… —responde, con una voz suave pero cargada de intención—. ¿Siempre abordas así a las mujeres o solo cuando quieres borrar un error?
—Solo cuando el error vale la pena —le contesto, sin apartar la mirada.
Ella inclina apenas la cabeza, como evaluándome.
—Entonces supongo que tendrás que convencerme de que este lo vale.
Su respuesta me arranca una media sonrisa. No sé si acaba de abrirme una puerta… o de lanzarme directo al fuego.
Unas horas más tarde
Todavía tengo grabada la imagen de su sonrisa… libre, descarada, como si hubiera nacido para romper reglas. La vi cantar a todo pulmón la canción que sonaba en el bar, moviendo los hombros al ritmo, con la copa de vermut rojo en la mano y esa luz en los ojos que hace imposible apartar la mirada. Entre bromas y confesiones sobre lo monótona que puede ser la vida, terminamos riendo como dos adolescentes que se han escapado de casa.
No sé en qué momento, pero de pronto estamos en el asiento trasero de un taxi. El motor suena bajo, la ciudad pasa borrosa detrás de la ventana, y entonces ella se inclina hacia mí. Su aliento sabe a vermut y menta. El primer roce es lento, como si me preguntara algo sin palabras. Después, el beso se vuelve más profundo: sus labios se abren, y mi lengua busca la suya en un vaivén suave, húmedo, que me enciende cada nervio del cuerpo. Sus manos se apoyan en mi nuca, tirando apenas de mi cabello, mientras las mías se deslizan por su cintura, sintiendo el calor que atraviesa la tela de su vestido.
—Chicos… —la voz del chofer nos interrumpe, con un tono entre divertido y serio—. Los voy a dejar en un hotel, porque en mi carro no quiero que tengan sexo.
—¿Perdón? —Ella se separa de mí apenas unos centímetros, con la respiración agitada, y suelta una carcajada que le ilumina la cara.
—Lo que escucharon —responde él con una sonrisa—. Me gusta pensar que soy un poco cupido… y ustedes van por buen camino.
Me río, todavía con la sensación de sus labios en los míos, y vuelvo a besarla, más breve pero igual de intenso. El taxi se detiene frente a un hotel iluminado, de fachada elegante y discreta, de esos lugares que no hacen demasiadas preguntas.
Bajamos. El aire de la madrugada es fresco y huele a lluvia reciente. El chofer se queda unos segundos más con la ventanilla baja, mirándonos con esa cara de “me lo van a agradecer después”.
—Disfruten, tortolitos —dice antes de arrancar y perderse calle abajo.
Entramos. En recepción, un hombre trajeado levanta la vista de la pantalla y nos sigue con la mirada mientras avanzamos. Sin más preámbulos pido una habitación.
El ascensor se abre y no espero ni un segundo. La acerco a mí y nuestros labios se encuentran con urgencia, respiraciones entrecortadas, cuerpos que se buscan sin pausa. Sus manos se clavan en mi cuello, tirando de mí hacia ella. La empujo suavemente contra la pared mientras mis manos se deslizan bajo su vestido, rozando sus pliegues y enloqueciéndola con mis dedos.
—¡Mierda…! —jadea, arqueando su espalda contra mí—. Aquí no…
—¿Segura…? —susurro, rozando sus labios con los míos, sintiendo cada estremecimiento.
—Lleguemos a la habitación, por favor —susurra ella, con la voz quebrada y los ojos húmedos.
Suena la campana del ascensor, y deslizo una mano en sus nalgas mientras caminamos la corta distancia hasta la habitación.
Apenas se cierra la puerta, sus labios me devoran, y mis manos recorren su torso, sus brazos, sus hombros, buscando cada centímetro de su piel. Mi boca sigue la suya con hambre y desenfreno, mientras mis dedos inquietos comienzan a desnudarla. Ella no se queda atrás; tira con torpeza de los botones de mi camisa y sigue bajando por mi pantalón. Pronto estamos solo ella en lencería y yo en bóxer. La contemplo un instante, sus curvas iluminadas por la tenue luz, y mi mirada lujuriosa se oscurece, hambrienta.
Vuelvo a sus labios, recorriendo su cuello con besos húmedos y ardientes, mientras termino de desnudarla. Tomo uno de sus senos en mi boca, succionando lentamente, mientras mi mano libre se desliza hacia su entrada. Introduzco dos dedos con movimientos rápidos y precisos, despertando un estremecimiento que la hace temblar, arqueando su espalda contra mí.
—¡Diablos…! —susurra con voz temblorosa, mientras sus manos se aferran a mi bóxer, liberando mi erección.
La elevo un poco con mis brazos; ella enrosca sus piernas en mi cadera. Antes de penetrarla, me detengo un segundo y tomo un preservativo. Mis dedos lo desenrollan con cuidado mientras ella me mira con respiración entrecortada, ojos verdes fijos en los míos, cuerpos tensos por la anticipación. Con un movimiento firme y seguro, lo coloco sobre mi erección, sintiendo cómo el contacto con su mirada y su aliento aceleran aún más mi deseo.
—Listo —susurro contra sus labios, mientras vuelvo a abrazarla, hundiendo mi boca en la suya con urgencia.
La penetro lentamente. Un gemido profundo y húmedo escapa de sus labios, llenando la habitación de deseo. Sus caderas buscan las mías instintivamente, cada roce provocando escalofríos que recorren nuestros cuerpos.
—¡Sí…! ¡Sí…! —gime, uñas clavadas en mis hombros, arqueando la espalda—. Así… más… no pares…
—No lo haré —susurro, jadeante, siguiendo el ritmo que su cuerpo me dicta, sintiendo cómo sus gemidos y sus suspiros nos guían.
Nos movemos al unísono, jadeos y gemidos llenando el aire, cada embestida más profunda, más rápida, más salvaje. Siento que el clímax se acerca; su cuerpo me ordena sin palabras:
—¡Sigue! Más rápido… más…
Obedezco, sintiendo cómo la habitación se llena de nuestro calor, del roce de la piel, de cada suspiro que nos escapa. Cuando ella se estremece y parece desvanecerse como una hoja al viento, con una última arremetida tenso la mandíbula, dejo escapar un gruñido mientras mi cuerpo se libera dentro del suyo.
Aun con la respiración entrecortada, busco sus ojos y esbozo una pequeña sonrisa antes de soltarla suavemente hasta que sus pies tocan el piso. La habitación sigue impregnada de nuestra tensión y deseo, cuerpos aún temblando por el fuego compartido.
—¿Tienes más preservativos…? —susurra, y su mirada me desafía, dejando la pasión y la incertidumbre flotando en el aire, sin que ninguno de los dos sepa aún quién es el otro.