El amanecer de la batalla final llegó más rápido de lo que Isabella y Alejandro habían anticipado. La capital, que alguna vez estuvo llena de risas y alegría, ahora se veía sombría y cubierta de un manto de incertidumbre. Los ejércitos enemigos ya se encontraban a las puertas del castillo, y las tropas de Alaric, más fuertes que nunca, se alineaban como una marea de acero lista para engullirlo todo.
En el interior del castillo, el ambiente era tenso. Los soldados se preparaban para lo que parecía ser una lucha sin cuartel, mientras que los habitantes de la ciudad se refugiaban en los pasillos subterráneos que se habían construido como precaución. El rugir de los cañones y las trompetas resonaban a lo lejos, una advertencia de lo que se avecinaba.
Alejandro no perdió tiempo. Desde la madrugada, su rostro ya estaba marcado por la determinación. Se vestía con su armadura de guerra, su espada al cinto, y una capa que ondeaba con fuerza ante la brisa helada. La mirada de su esposa lo acomp