El tiempo continuó su marcha implacable, y aunque el silencio de la guerra había sido finalmente conquistado, la vida en el campo seguía siendo una lucha constante. Isabella y Alejandro se sumergieron en la ardua tarea de reconstruir no solo las ciudades, sino también la esperanza de un pueblo destrozado. Cada día traía consigo nuevos desafíos: la reconstrucción de la infraestructura, la reintegración de los soldados heridos, la ayuda a las familias huérfanas, y lo más difícil de todo, la reconciliación de corazones rotos.
Una tarde, mientras Isabella recorría las ruinas de un pueblo cercano, un grupo de mujeres la rodeó. Sus rostros, marcados por el sufrimiento y la tristeza, mostraban una mezcla de respeto y temor hacia la mujer que había liderado la resistencia. Isabella se detuvo ante ellas, una mirada tranquila y serena en sus ojos, pero su alma estaba llena de una pesada carga. La guerra había dejado cicatrices que no solo estaban visibles en el paisaje, sino también en los cora