Trago saliva y mis dedos juguetean con el borde del vaso de limonada que Ivy me ha traído hace un rato. El cristal está frío, y mis dedos tiemblan un poco al contacto. Me digo que es por el clima, pero no me creo. La ansiedad tiene su propio lenguaje, y mi cuerpo lo está hablando ahora.
El rostro de Alexander no revela nada, pero hay algo en sus ojos: una sombra apenas perceptible que me hace contener el aliento. Me siento pequeña, expectante, como si el mundo entero se redujera a ese jardín y a lo que está a punto de decirme.
—No esperaba la llamada de Kamal —dice finalmente, con esa voz grave que me recorre la piel como un escalofrío.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Me pongo de pie de golpe, el corazón latiendo tan fuerte que lo siento en la garganta.
—¿Bien? —pregunto, apenas encontrando mi voz—. ¿Qué dijo?
Alexander se queda en silencio unos segundos. Unos segundos que parecen eternos. Sus ojos me observan con intensidad, como si estuviera midiendo cada reacción, cada gest