El aire de la noche es fresco, perfumado por las flores del jardín y el leve aroma a tierra húmeda. El columpio de madera cruje suavemente cuando nos sentamos. Siempre me ha gustado ese sonido. Me recuerda los veranos, las tardes con mi padre leyendo el periódico y mamá regando las plantas.
Alexander se sienta a mi lado y, sin decir nada, pasa un brazo por mis hombros. Me acurruco contra su pecho, sintiendo el calor que irradia su cuerpo. Su respiración es profunda, pausada. Acaricia mi brazo con los dedos, y el simple roce me arranca un escalofrío que me estremece de la cabeza a los pies.
—Nos hacía falta una noche así —murmura él, acomodando una manta sobre nosotros, la cual descansa sobre el respaldo.
Asiento, dejando que mi cabeza repose en su hombro.
—Sí… —respondo, casi en un susurro—. Todo ha sido tan rápido, últimamente, tan… caótico.
—Lo sé —dice, y su voz suena como un refugio—. Pero estoy aquí.
Su manera de decirlo, tan sencilla, me desarma. Estoy aquí. Y de pronto entiendo