No es la primera vez que Alexander ve a mis padres, pero sí la primera vez que va a estar su casa, después de todo lo que ha pasado entre nosotros. Después de las mentiras, del contrato, del dolor, y también después de habernos encontrado de nuevo. Hay algo simbólico en este encuentro, algo que me removía hasta los huesos.
Cuando estaciona frente a la casa, siento cómo un nudo me aprieta la garganta. La fachada nos recibe, el jardín está ordenado, el porche con las macetas de mamá, el timbre que suena demasiado fuerte. Todo para mí es familiar y acogedor.
—¿Lista? —pregunta, con una mirada cómplice.
—Más o menos —respondo, bajando del todoterreno.
No me sorprende que él sea quien me lo pregunte, porque me conoce tan bien que es claro que nota mis nervios.
Alexander toma las bolsas del asiento trasero. Yo me adelanto unos pasos, subiendo el pequeño escalón del porche, y antes de abrir la puerta, respiro hondo. Esa mezcla de aromas —madera vieja, lavanda, y un toque de café— me recibe c