Han pasado algunos días desde aquella tarde en la terraza, desde el beso teñido de pintura y decepción que terminó por fundirse en algo parecido a una tregua. Y aunque no lo digo en voz alta, aunque no lo reconozco ni siquiera frente al espejo, lo cierto es que entre Alexander y yo se ha instalado una especie de calma.
No es paz absoluta, porque con él eso no existe; con Alexander siempre hay una corriente subterránea, un zumbido de tensión, una alerta constante que me mantiene al borde entre el deseo y el temor. Pero en estos días… al menos no hemos vuelto a explotar. Hemos compartido desayunos en silencio. Sí, el mismo hombre que me dijo que no desayuna nunca. Bueno, la mayoría del tiempo solo toma algún café y una tostada, rápido antes de que salga hacia la oficina, incluso he sentido que intenta no levantar muros con cada palabra. Eso, viniendo de él, es casi un milagro.
Mis padres ya han regresado a Nueva Jersey. Lo hicieron bajo una mentira que yo misma fabriqué, con sonrisas en