El silencio de la casa me envuelve como una manta ligera. Afuera, el murmullo lejano de la ciudad sube y baja como una respiración constante, pero aquí, en este espacio que se siente por momentos demasiado amplio, solo estoy yo, mis pinceles y el cuadro que acabo de dar por terminado.
Mis padres habían insistido en salir a caminar por Central Park. Me ofrecí a acompañarlos, pero ambos sonrieron con esa complicidad callada que se profesan todavía después de tantos años juntos. “Queremos pasear los dos solos”, dijeron, y en esa frase había ternura, pero también la invitación a que me quedara con mi propio tiempo.
Así que he estado toda la tarde para mí. Una tarde que pensé que iba a llenar con colores suaves, con paisajes o formas que suelo repetir cuando quiero sentirme ligera. Pero lo que brotó de mis manos no fue nada de eso.
Ahora, frente al caballete, observo el cuadro con una mezcla de desconcierto y cansancio. La pintura parece arrastrar un aire lúgubre, como si alguien hubiese m