Abro los ojos lentamente, con esa pesadez que se instala en los párpados después de una noche inquieta, aunque en apariencia haya sido de sueño profundo. Tardo unos segundos en ubicarme, en recordar dónde estoy, y entonces el calor que siento contra mi costado me lo revela con la contundencia de una campana resonando en mi cabeza. Alexander está ahí, a mi lado, dormido plácidamente, tan cerca que puedo sentir la cadencia de su respiración en mi piel.
El aire de la habitación está impregnado de ese aroma inconfundible suyo, una mezcla entre algo reconfortante y algo más masculino e indefinible, que me llega en oleadas cada vez que exhala. Me quedo inmóvil unos instantes, sin atreverme a mover ni un músculo, como si cualquier gesto puede despertarlo. Y, sin embargo, una parte de mí… una parte pequeña, testaruda y casi inconsciente, desea que abra los ojos y me encuentre observándolo.
No lo hace. Duerme con la serenidad de alguien que rara vez permite que lo sorprendan desarmado. Su braz