Me ajusto la falda del vestido por última vez mientras la limusina avanza entre el tráfico de Nueva York. Los reflejos de las luces en los cristales se mezclan con mis propios pensamientos, desordenados, caóticos y como mi vida últimamente.
Alexander está sentado frente a mí, impecable como siempre, con su traje negro hecho a medida, su corbata perfectamente anudada, su postura rígida de ejecutivo que nunca baja la guardia. Yo, en cambio, siento que llevo encima no solo mi vestido, sino la carga completa de todo lo que está ocurriendo con mis padres instalados en su —nuestro, supuesto— ático, Debra fingiendo normalidad cuando seguramente también estaba abrumada, y este hombre al que se me ha ocurrido decir “sí” en un impulso que ahora parece perseguirme con consecuencias que jamás imaginé.
Me muerdo el labio y miro por la ventanilla. La ciudad se extiende viva, vibrante e indiferente a mi pequeño drama personal. Franklin conduce con la calma de siempre, ajeno a la tensión que se respi