La habitación parece más pequeña que cuando la dejamos para desayunar. Apenas cruzo la puerta detrás de Alexander, siento que el aire se vuelve denso, como si el desayuno surrealista que acabábamos de vivir ha dejado una estela invisible flotando entre las paredes. Él camina directo hacia la cama, sin mirarme, con una rigidez en los hombros que me dice más que cualquier palabra.
Lo observo mientras deja caer la maleta sobre el colchón con un golpe seco. El sonido me sobresalta, aunque trato de disimularlo. Luego se quedó ahí, inmóvil por un momento, con la mirada clavada en la maleta como si en ella pudiera concentrar toda la furia y la decepción que lo queman por dentro.
—¿Estás bien? —pregunto, sintiendo su hostilidad y como su respiración es dura.
Asiente sin mirarme, pero su expresión lo traiciona. Sus ojos tienen ese brillo opaco de cuando alguien guarda algo demasiado pesado para ponerlo en palabras. Tiene la mandíbula apretada y su respiración es apenas contenida. No, no estaba