Todavía tengo en la piel el eco tibio de mi mañana, el roce reciente de Alexander, ese instante íntimo que me ha devuelto una sensación de refugio antes de enfrentar lo que estoy segura va a ser un nuevo día extraño en esta casa. Cuando bajamos juntos las escaleras, con el murmullo de la casa despertando, presiento que nada será sencillo, aunque no imagino exactamente con qué me voy a encontrar. No estoy acostumbrada al comportamiento de los padres de Alexander y por eso mi corazón late con una mezcla de ansiedad y expectación.
El olor a pan tostado y café recién hecho me golpea en cuanto giramos hacia el comedor. Alexander camina junto a mí con expresión serena en apariencia, pero lo estoy empezando a conocer lo suficiente como para ver en la tensión de su espalda que se está preparando para algo. Es entonces cuando veo la mesa.
Charlotte está ahí, impecable, con su sonrisa ensayada y ese aire de dama que nunca parece despeinarse ni siquiera en medio de una tormenta. Y en la cabecera