No sé en qué momento empecé a asociar los viajes con la idea de una coreografía invisible. Los movimientos se repiten, las escenas parecen predecibles, pero siempre hay algo que rompe la rutina, un detalle inesperado que lo cambia todo. Esta vez, lo inesperado fue el todoterreno negro que aguardaba en el estacionamiento subterráneo.
Yo había imaginado el viaje en la limusina larga y silenciosa, que Alexander usa y que a mí me parece diseñada para disimular la incomodidad entre dos personas que no quieren mirarse. O tal vez un auto deportivo arrogante, rojo y bajo, tan llamativo como su dueño. En cambio, frente a mí se alzó un Mercedes G-Wagon, imponente, con líneas cuadradas que hablan de fuerza más que de ostentación. Es como si Alexander hubiese querido recordarme que el lujo también puede ser "sobrio", casi militar, aunque basta con abrir la puerta para entender que de austero no tiene nada.
El interior me envuelve en un golpe de sensaciones. Los asientos, tapizados en cuero blanco