Despierto con la sensación de que me han pasado por encima varios trenes en plena marcha. El cuerpo me pesa, la cabeza me late con un ritmo sordo y molesto, y la garganta tiene un nudo áspero, como si hubiera gritado toda la noche. Abro los ojos lentamente, parpadeando contra la luz tenue que se filtra por las cortinas cerradas, y lo primero que hago es quedarme quieta, mirando el techo. No quiero moverme, no quiero enfrentar la realidad, mucho menos confirmar que lo que recuerdo es verdad.
Porque apenas empiezo a parpadear con algo de lucidez, todo me golpea de golpe, como una ola fría y brutal: el cóctel de los Kara, la aparición sorpresiva de Camila, esa mujer que parece demasiado cercana a los Black como para ser solo amiga de Alexander; las miradas que me atravesaban de lado a lado como cuchillos; el beso inesperado de Alexander en medio del salón —ese beso que me dejó temblando, descolocada, con el corazón en la garganta—. Y luego… luego todo se había ido al demonio.
Me veo a mí