La persecución en el bosque no duró tanto como Karoline hubiera deseado. La camioneta todoterreno de Arthur Hamilton, conducida por uno de sus mejores hombres, era más rápida y estaba mejor preparada para el terreno agreste que el sedán que Karoline había usado para la fuga. Después de apenas una hora de maniobras desesperadas, el coche de Karoline patinó sobre una capa de lodo y quedó encajado entre dos árboles.
—¡Maldita sea! —gritó Karoline, golpeando el volante con frustración.
—¿Qué hacemos? —preguntó Alan, aún débil, pero con la mente ahora completamente despejada por el terror. Su cuerpo temblaba, no solo por el agotamiento, sino por el miedo.
—¡Tenemos que salir! —ordenó Karoline, abriendo la puerta y tirando de Alan.
No llegaron muy lejos. Antes de que pudieran adentrarse en la espesura, la camioneta de Arthur apareció por detrás, bloqueando su camino de huida. Detrás, otros dos vehículos blindados cerraron el cerco. El rugido de los motores y el sonido de las puertas al abri